Artículos

Somos insistentes en la defensa de la dignidad humana - Francisco Cano

29. T. O. 2022 C Lc 18, 1-8

Hazme justicia frente a mi adversario”

Veintiún siglos pidiendo a Dios que arregle la injusticia de este mundo y la respuesta es el silencio.

Hoy Dios ni ha quitado la pandemia ni nos ha curado de la pandemia. Sabemos que, desde el comienzo del mundo, hay sufrimientos que esperan una respuesta, y seguimos poniendo a Dios en la silla de los acusados, seguimos preguntándole ¿por qué mueren los niños de pena, hambre, abandono, explotación? ¿Por qué nadie acude ante las mujeres humilladas? ¿Por qué tanta barbaridad e indignidad? ¿Por qué la guerra y la muerte de inocentes? ¿Por qué? ¿Por qué se premia a los injustos y se castiga a los justos?

Todos acusamos a Dios. Y Dios calla, no sale de su silencio. Y los hombres abandonan creer en Dios. La fe se debilita y se pierde: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en esta tierra?” Hoy este texto parece que ha sido escrito para nosotros: la fe se está perdiendo de forma alarmante. ¿De quién es el futuro? ¿En manos de quién está la humanidad?

¿Qué tiene que decir a todo esto la vida y la entrega de Jesús de Nazaret? San Pablo nos dice: “Que el Padre alumbre los ojos de vuestro corazón para que podáis comprender la fuerza soberana de su poder que Él ejerció en Cristo resucitándolo de entre los muertos”. Es evidente que la respuesta de Dios en su Hijo Jesús es “algo inaudito e increíble”.

Sí, Dios es justo y compasivo, escucha el grito del pobre. “He visto la opresión de mi pueblo…, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos…”.

La súplica es constitutiva de la oración cristiana. “Algo inaudito e increíble”, así empieza la liturgia de la muerte del Señor: el inocente, el que pasó por la vida haciendo el bien y curando todo mal, (16- 52) lo es porque la cruz fue sostenida y puesta y levantada por el mismo Padre. Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo. No perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros. Al entregarlo el Padre por nosotros a nosotros en vez de nosotros, al ponerlo enteramente en nuestras manos, pudimos nosotros entregarlo a Él y colgarlo del madero. Y así seguimos colgándolo del madero en tantos crucificados en el hoy de nuestra historia.

El Padre sostuvo los brazos de todos, de los ricos y de los pobres: porque unos dictaron la sentencia y otros gritaron la sangre. Jesús se entregó libremente: Él mismo se entregó a sí mismo. ¡Esto es algo inaudito, increíble! Suspendido ante el cielo y la tierra, en el silencio del Padre y el abandono de los hombres, Él se entregó en la locura del amor, que es la locura de la cruz.

He aquí la oración de Jesús en el momento decisivo de su vida. Es muy difícil entender la hora nona del Viernes Santo: “Me muero de tristeza y angustia, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Ahí, en esa oración, se manifiesta algo inaudito, un amor tan excesivo, tan desmedido, de asombrosa ternura. En esa oración, el Padre nos muestra que, para dar la libertad al esclavo, entregó al Hijo.

La oración nos abre a un Tú que nos libra de encerrarnos en nosotros mismos, eso es el pecado, y nos muestra que Dios no es imparcial. Dios no tiene los ojos vendados como símbolo de imparcialidad, conoce las injusticias, y su misericordia le hace inclinarse hacia los débiles, y esto, a los oídos burgueses, es un escándalo. Dios está de parte de los que no pueden defenderse.

El hombre se es para darse, el hombre es un corazón en salida. Salida hacia los que sufren, a los débiles. Por tanto el pecado no está en salir, sino en la cerrazón, está en cerrarse, en no consentir el éxtasis.

¿Cómo es nuestra oración? La oración no es ningún medio para conseguir objetivos determinados. No es esfuerzo, eficacia, acción, porque pertenece al mundo de lo “inútil”. El pecado es no creer en el amor de Dios, en la gratuidad, es cerrar las manos, cerrar el corazón. La oración nos abre y nos libra de este encerramiento. Como el hombre se es para darse, puede decidir cortar el darse y quedarse.

Jesús no se cansó de insistir en la oración, aunque no le hicieran caso, Dios escucha siempre, los sordos y paralizados somos nosotros. ¿Es nuestra oración un grito pidiendo justicia para los pobres de este mundo o la hemos sustituido por otra llena de nuestro propio yo?

Demasiado egocentrismo. El clamor de los pobres no suele estar en el primer lugar de nuestra oración, sino el deseo de bienestar, siempre mejor y más seguro. La llamada es a la oración, sin desanimarnos, y una invitación a confiar en Dios, que hará justicia a quienes le gritan. El relato nos recuerda hoy a tantas víctimas abandonadas injustamente a su suerte.

Share on Myspace