Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

Nada debería impedir salir de casa sin mascarilla a quienes poseen una energía tan desbordante como Alejandro Magno, capaz de lanzarse a una expedición de conquista de 25.000 kilómetros por la mañana y de regresar a tomar el roscón de reyes al día siguiente, que de paso le servía de dulce corona. Yo creo profundamente las leyendas de esos eternos héroes de aceitada musculatura tan parecidos a Aquiles, el guerrero más poderoso y temido de la mitología griega. Honor y gloria, pues, a los excelsos y a las excelsas, incluidos nuestros excelentes vecinos portugueses en Burgos. Él se llama Excelso, y lo mejor es que, cuando le explicaba a su no menos Excelsa compañera Rosa la etimología del citado nombre, la buena mujer ni se inmutó, ya que según ella se correspondía inequívocamente con los atributos de su hombre. Le dicen a mi mujer que mi nombre es Excelso y corre el riesgo de morirse de risa por culpa de la excelsitud a mí atribuida o –lo que sería peor- de reaccionar enérgicamente contra mi impostura alegando que mi nombre es Legión, como el del endemoniado bíblico de la Biblia. Y con no poca razón.

Tenía yo doce años, estudiaba tercero de bachillerato en el instituto de Puertollano (Ciudad Real), llevaba pantalones cortos, y era más inocente que el niño protagonista de la película Marcelino pan y vino, estrenada premonitoriamente con gran conmoción lacrimal en 1955. Lágrimas de pureza, que dieron paso a lágrimas de horror cuando el director del centro, don Tomás García de la Santa, catedrático de latín, llorando desconsoladamente, nos sacó a todos al pequeño patio de recreo, con su camisa azul falangista, color neto, entero, varonil y proletario, para informarnos en octubre de 1956 de que el Ejército rojo acababa de aplastar brutalmente la revolución antisoviética húngara, cuyos líderes fueron luego ejecutados. Lo recuerdo vívidamente. El comunismo era la madre de todos los hijos de puta que se escondían detrás del odioso telón de acero. Y, contra comunismo, cristiandad y rosario del padre Peyton: familia que reza unida permanece unida. Eran otros fervores.

8. T. O. 2022 Lc 6,39-45

"Un ciego no puede guiar a otro ciego”

Quien no está sano en su espíritu, no puede sanar a nadie. Un discípulo no es más que su maestro. Se necesitan maestros. ¿Dónde encontrarlos? El servicio es el ADN del maestro. No a la inversa.

Carlos Díaz, describe al maestro como alguien (Memoria de un escritor transfronterizo pp. 212-215), honorable, justo/a, sensato, valiente, compasivo, inteligente, creativo, militante, perenne, dialogante, elegante, ecologista, postconvencional, bueno, prudente, esencial, puntual, genuinamente ingenuo/a, amado, creyente y luego los que deshonran su condición…, entonces ¿quién es maestro? A luz del evangelio, Jesús de Nazaret es el Maestro que ha optado por servir y no ser servido, que me ha escogido a mí y no yo a él. Nos llama a seguirle como discípulos para que, como dice, podamos convertirnos en maestros, si bien todo maestro que lo sea de verdad es siempre discípulo, porque aprende de todos y de todo. ¿Dónde están estos maestros?

Precio: 5€. Solicitar a la Asociación Española de Educación Ambiental: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Cada vez observamos más signos que apuntan a que el actual modelo económico-social se agota. Generando desigualdad, destruyendo el equilibrio natural, fomentando la corrupción y la codicia, va provocando crisis que aparecen reiteradamente bajo diferentes formas, sean ambientales, económicas o sanitarias. Tras ellas se vislumbra el mal reparto de los recursos, la incertidumbre energética o la emergencia climática.

Es preciso un nuevo modelo fundado sobre la justicia y la fraternidad, respetuoso con todas las formas de vida y reconciliado con el medio natural. Mas, para alcanzarlo se necesitan personas renovadas, pues no sería muy creíble una nueva sociedad con los viejos hábitos. Por ello, este libro aporta algunas pinceladas que definan una nueva forma de estar en el mundo, que haga ya presente el futuro que se anhela. Y junto al cambio personal, el compromiso con el destino de los pueblos, que son los llamados a protagonizar la historia.

Lo más humanizante es el perdón y lo más deshumanizante el odio

7 T. O. 2022 C Lc 6, 27-38

Desde el siglo V antes de Cristo el ateniense Lisias se expresaba así sobre los enemigos: “Considero como norma establecida que uno tiene que procurar hacer daño a sus enemigos y ponerse al servicio de sus amigos”. ¿Ha cambiado esta concepción vigente en la antigua Grecia? Parece que no. Pero sí hay testimonios vivos de perdón. Encontrándome en Chile en una reunión con los familiares de quienes habían sido enterrados en fosas comunes durante la violencia desatada en la toma del poder por Pinochet, decían: “Nosotros somos cristianos y como tales perdonamos a los que han matado a nuestros seres queridos. Sólo queremos recuperar sus restos y no queremos revanchas, ni utilización política por parte de ningún grupo, por eso hemos nombrado a la Iglesia como mediadora”. Me quedé conmocionado. Sucedió en Valdivia, en presencia de políticos y del obispo Alejandro Jiménez (1989). Añadimos los mártires coptos, de hace siete años, y el perdón de sus madres a sus asesinos y la conmoción en parte de la sociedad musulmana de Egipto. Los criterios del Dios cristiano no son los criterios humanos.

En el terreno religioso, el miedo puede producir neoconversos traumatizados y traumatizantes, pero también apóstatas irracionales asustados por lo que fueron, y a veces también por lo que pueden llegar a ser. Nunca como en estos ámbitos fue más certero el diagnóstico de Max Scheler sobre el resentimiento, es decir, sobre la deformación de lo objetivo para justificar el arbitrio de una subjetividad que ha perdido el norte. El miedo al infierno, al castigo eterno, esconde miedos más prosaicos, por ejemplo, el miedo a ser descubierto en las mentiras nunca destapadas, que Dios castigaría inmisericordemente a partir de su omnisciencia.

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