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Optimismo y pesimismo - Carlos Díaz

La historia de las ideas políticas se divide en dos: la de los optimistas que ríen y la de los pesimistas que lloran.

Entre los primeros se encuentra el federalista Francisco Pi y Margall: «El hombre es para sí su realidad, su derecho, su don, su Dios, su todo. Es la idea eterna que se encarna y adquiere la conciencia de sí misma; es el ser de los seres, es ley y legislador, monarca y súbdito. ¿Busca un punto de partida para la ciencia? Lo halla en la reflexión y en la abstracción de su entidad pensante. ¿Busca un principio de moralidad? Lo halla en su brazo, que aspira a determinar sus actos. ¿Busca el universo? Lo halla en sus ideas. ¿Busca la divinidad? La halla consigo. Un ser que todo lo reúne en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los hombres, son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano; es más, es un sacrílego».

Este estilo grandilocuente de la burguesía, incluso de la burguesía progresista, va demasiado lejos. ¿En qué planeta habría visto Pi y Margall esta joya del cosmos? Por otra parte, ¿qué tipo de federalismo podría construirse con individuos como el Único de Max Stirner? Este hombre mayúsculo, este Hombre-Dios de Pi (tres catorce dieciséis) y Margall ¿cómo podría soñar una sociedad humana, falible al fin y al cabo y de principio a fin? Paso por alto el libro del Génesis, en el cual, tras la expulsión de la raza humana del Jardín del Edén, Yahvé «puso querubines al oriente del huerto del Edén». En el antiguo Oriente los querubines eran considerados guardianes de los templos y de los lugares sagrados.

La izquierda pesimista que llora dice así, por su parte: «En la cuestión social se da una mentalidad tan deficiente, tan impropia de hombres y mujeres en la plenitud de su desarrollo, que para darle su verdadera y justa calificación, puede denominarse mentalidad infantil. Considerando el valor mental de hombres y mujeres de nuestra generación y de nuestro medio, hombres y mujeres no son personas adultas, son chiquillos, con la desventaja de que los niños pueden ser corregidos si tuvieran la dicha de tropezar con una adecuada educación, en tanto que el chiquillo viejo, que tiene los atavismos endurecidos y es fatalmente misoneísta, es materia inerte que va rodando por la pendiente de la decadencia al abismo de la incapacidad de hablar y moverse, no hace nada digno del cerebro humano»1. «Ofender, oprimir, expoliar, saquear, asesinar o esclavizar al prójimo según la moral ordinaria de los hombres, es criminal. En la vida pública, por el contrario, cuando tales acciones se ejecutan para glorificar el Estado, para conservar o para ampliar su poderío, es virtuoso, es patriótico; y esa virtud es obligatoria para cada ciudadano patriota, no sólo contra los extranjeros, sino contra sus mismos conciudadanos cuando lo reclama el Estado. Esto nos explica por qué desde el nacimiento de los Estados el mundo de la política ha sido siempre teatro de la alta picardía y del sublime bandidaje; bandidaje y picardía altamente reverenciados como imposición del patriotismo del interés supremo del Estado. Así se comprende que la historia de los Estados antiguos y modernos sea una historia de crímenes repugnantes; que todo mandarín y gobernante, juzgados desde el punto de vista de la simple moral, sea la inmoralidad en acción, porque no hay crueldad, perjurio, impostura, transacción acomodaticia, traición, que no realicen diariamente y que no estén dispuestos a perpetrar, siempre excusados por la razón de Estado, definida por Maquiavelo». Palabra de Bakunin.

A la vista de lo cual, tal vez algo de razón no le faltara al luterano J.-V. Andreae, cuando escribía: «Lo que procuran ante todo los jueces de La Ciudad cristiana es castigar gravemente lo que lesiona a Dios directamente, levemente lo que lesiona al hombre, levísimamente lo que lesiona la propiedad. Todo lo contrario de lo que hace el mundo, que castiga mucho más cruelmente, son comparación ninguna, al ladrón de tres óbolos que al blasfemo o al adúltero»2. Aunque también esto huele mal.

1 Lorenzo, A. de: Anselmo de Lorenzo. Antología. Ed. Virus, Barcelona, 2008, p. 130.

2 Andreae, J-V: Cristianópolis. Ed. Ayuso, Madrid, 1996, p. 134.