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Al final no cuenta el pecado sino el amor - Francisco Cano

Jesús pasa de preguntar “¿quién soy yo?” a: “¿Pedro me amas?”

24. T. O. 2021 Mc 8,27-36

En el Itinerario del camino, en el seguimiento de Jesús de Pedro, nos vemos reflejados: Pedro sigue el suyo y comienza mal, porque le reconoce como Mesías en clave de poder -¡cuántos siguen buscando en Dios al “todopoderoso”!-, y Jesús lo reinterpreta en perspectiva de entrega, de ahí que añada: si quiere alguien crear nueva familia, ha de morir por ello. No nos engañemos: sólo el amor suscita nuevo nacimiento, sólo la vida regalada crea vida.

Pedro increpa a Jesús, y le dice que cambie de postura, desea construir la Iglesia en clave de poder, sin morir. Ahí seguimos muchos. A estos los llama Jesús “Satán” (Tentador). Al principio le había invitado (nos había invitado) a seguirle: ¡Sígueme! Lo siguió. Ahora se pone delante en el camino que Jesús ha de seguir, “y se puso a increparlo” porque Jesús va a ser ejecutado. Jesús increpa a Pedro: “¡Apártate!”, pero no lo echa del grupo. La revelación es clara: la Iglesia la forman aquellos que hagan suyo el camino de entrega. El verdadero Cristo es aquel que sabe padecer (homo paciens), pero, en Jesús, la fe en el Dios de la vida le mantiene en el fracaso, en la esperanza de Reino. Al final de ese camino se halla Dios: ¡Al tercer día, resucitará!

Seguir a Jesús lleva a la entrega de la propia vida. Esto no es verdad porque le pasara a Jesús, sino que le pasó a Jesús porque es verdad. Mire cada uno su propia existencia: dar la vida por los hijos propios y ajenos, alentar la existencia de un amigo o enemigo, de la mujer o el marido, promover una mayor justicia y bondad en un mundo desgarrado y roto… es imposible sin aceptar lo que ello conlleva de entrega, de salida de sí mimo, de cruz. El punto culminante del amor de Dios a la humanidad, la Cruz, es al mismo tiempo escándalo: “quien quiera ganar su vida tiene que estar dispuesto a perderla”. Que la gloria de Dios, su belleza, su verdad, su bondad, aparezcan en un crucificado, y que la vida auténtica, la más bella y buena y verdadera, se logre dándola, es la aparente contradicción del Evangelio. Pero este mensaje tan raro sólo lo experimentarán quienes se atrevan a entrar en esa vida, ateridos por el ejemplo de Jesús.

Jesús ha renunciado a toda forma de violencia, no impone su propio proyecto por la fuerza de las armas –va más allá de la pureza de los elegidos (judaísmo) o el triunfo de los justos (Islam), y se queda ahí, no huye, no escapa ni inicia una estrategia de violencia.

Jesús se encuentra derrotado de antemano, y a pesar de ello se mantiene, para que actúe Dios a través de su derrota. La obra de Dios se realiza a través de su muerte, lo sabe y así lo declara. Muerte anunciada: no vendrá por casualidad, ni por accidente, ni por tragedia contra la que debe levantarse. Digámoslo claro: esta muerte anunciada recibe el nombre de Evangelio, Buena Nueva de aquel que se ha dejado matar para que triunfe su mensaje: palabra que ilumina y libera, pan que se solidariza y casa de hospitalidad. Jesús lo asume porque cree en el amor y, porque ama a los más pobres, pasa a ser ¡mi Hijo querido!

Bien, tomemos nota: Pedro, al primero que llama Jesús, se atreve a increparle, no admite ese mesianismo. Jesús es maestro pero no dictador, ha pedido su opinión: “¿quién decís que soy yo?” Pedro responde, pero su mesianismo es triunfalista, así que de sufrimiento nada de nada, defiende las cosas propias de los humanos; las cosas de Dios definen la conducta de Jesús.

Si aislamos de su contexto “¡quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo!”, puede parecer un canto al sufrimiento, entrega masoquista, destrucción de la persona, pero expresa la exigencia y el sentido de la entrega de la vida.

Nos negamos a nosotros mismos afirmando, desde Dios, la vida de los otros. Pero trampas no. Pedro busca a Jesús para que haga milagros en su casa de Cafarnaúm: curandero. Jesús le llama, y nos llama, y da una misión. A Simón Jesús le da el nombre de Petrus -piedra-, fundamento, firmeza, y paradójicamente se nos presenta vacilante, pero el encuentro de amor con Jesús lo constituye fundamento de la comunidad.

Pedro es el retrato de muchos de nosotros: lo confiesa como Cristo, pero no lo acepta como Hijo del Humano que entrega la vida en camino de cruz; mantiene su postura en la transfiguración, pero quiere quedarse en la pascua, sin pasar por la entrega.

También se presenta como aquel que lo ha dejado todo por el evangelio; como el que descubre la higuera seca de Israel e inicia el camino universal del evangelio.

Y sigue su camino: promete fidelidad a Jesús y luego lo niega con más fuerza. Pero la misma negación de Pedro incluye arrepentimiento: lloró. Y por fin el joven de la pascua pide a las mujeres que digan a los discípulos y a Pedro que Jesús resucitado les precede en Galilea, y al final es el lugar donde discípulos, mujeres y Pedro se juntan, asumen el evangelio y, dejando el Cristo glorioso y aceptando al Hijo del humano que entrega la vida por los demás, surge la Iglesia. Ahí estamos nosotros acompañados por Cristo Resucitado, por gracia. Al final no cuenta el pecado sino el amor: Pedro, ¿me amas?

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