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Creemos en un Dios que tiene madre – Francisco Cano

Santa María, madre de Dios

María es una mujer judía, inserta en las tradiciones de su pueblo Israel, pueblo judío. A esta mujer le toca reflexionar sobre la credibilidad del mensaje recibido -“conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón-” y acepta, comprende, que Dios se está manifestando de un modo nuevo y sorprendente en todos estos acontecimientos. Lo significativo es que presta atención a unos pastores, gentes sin clase, ni buena estima (Lc 2,16).

¿Y qué mensaje escucha? Que ella es la madre de Dios. Esto que María aceptó entonces en su corazón, la Iglesia lo proclamó como dogma en el Concilio de Éfeso, en el 431: madre de Dios (theotókos), frente a lo que defendía Nestorio (anthropotókos). Y desde entonces el cristianismo, antes que ninguna otra cosa, cree en un Dios que tiene madre. ¿Qué significa esto para nosotros hoy? Que Dios se hizo carne, y que desde entonces toda carne es Dios y Dios es carne. Y por lo mismo, ultrajar la carne es ultrajar a Dios. La carne sigue siendo ultrajada en los niños, en los ancianos, en la mujer…

Jesús tiene madre, como todos los seres humanos tenemos, y por lo tanto creemos en un Dios que se ha igualado con nosotros en nuestra condición de seres humanos: “al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo al mundo, nacido de una mujer”, dirá san Pablo. Al ser María madre del hombre Jesús, por esto mismo, es igualmente madre de Dios. Y así se expresó en el siglo V la grandeza de María… de ahí brota todo lo demás.

Pero -y este pero es importante- los primeros concilios de la Iglesia desde Nicea (325) hasta Calcedonia (451) no destacaron tanto esto, sino la grandeza y la condición divina de Jesucristo, y no prestaron atención a la ejemplaridad y a la condición humana de Jesucristo.

Con María hemos querido destacar más la condición “divina” que la “humana”, y hemos tergiversado la fe, porque meditar en ella es meditar en la fuerza de la debilidad, meditar en poca cosa convertida en la magnificencia de Dios; es meditar en la mujer que puede decir soy débil, pero en Dios soy fuerte; meditar en ella es meditar que, sin ciencia, la sabiduría de Dios se ha manifestado; meditar en ella nos lleva a gritar que, sin dominio, se puede derribar a los poderosos y levantar a los que no pueden; es meditar que la desconocida es a la que llaman bienaventurada todas la generaciones; es contemplar que en ella está plasmado el misterio invertido de Dios; que en ella está el símbolo de la debilidad fuerte, porque su fuerza y su poder es el Señor. No sé si para nosotros el Señor es nuestra fuerza y nuestro poder, si de verdad eres tú, Señor, la fuerza y el poder de tu Iglesia (P. Loidi).

Esto ha tenido y tiene una repercusión negativa, porque el exaltar más “lo divino” que “lo humano”, más la “gloria” que la “humanidad”, nos ha llevado a no comprender lo que humanamente representó María para Jesús. Ella es madre de Dios, y por tanto Madre del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y por esto es Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo de Cristo.

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