Artículos

El miedo a la verdad religiosa. ¿Nos hace más libres la verdad? - Carlos Díaz

En el terreno religioso, el miedo puede producir neoconversos traumatizados y traumatizantes, pero también apóstatas irracionales asustados por lo que fueron, y a veces también por lo que pueden llegar a ser. Nunca como en estos ámbitos fue más certero el diagnóstico de Max Scheler sobre el resentimiento, es decir, sobre la deformación de lo objetivo para justificar el arbitrio de una subjetividad que ha perdido el norte. El miedo al infierno, al castigo eterno, esconde miedos más prosaicos, por ejemplo, el miedo a ser descubierto en las mentiras nunca destapadas, que Dios castigaría inmisericordemente a partir de su omnisciencia.

Un sacerdote amigo, a quien envié estas páginas antes de su emisión on line y de su publicación me manifiesta educada y respetuosamente su desconcierto. No entiende del todo qué sentido puedan tener estas páginas mías. Me estima, sabe que no me escondo, que alzo mi voz dentro y fuera de las iglesias y de las capillas, pero en el fondo teme que al hacerlo alborote el gallinero católico. Definitivamente le desconcierta mi postura: “Me has desconcertado con tu propuesta Lúcidamente pienso en nuestros montajes eclesiásticos/religiosos y creo que en verdad parecen desfigurar a ese Jesús de Nazaret. Pero amo a la Iglesia del Señor como ama uno a su madre y sé que hay que purificarla. Y por ahora, sólo en la Iglesia del Señor encuentro al Señor de la Iglesia. Necesito ser honesto contigo al menos. Ahora bien, nuestros hermanos ‘no creyentes’ no nos facilitan nada las cosas. Aquí me tienes para lo que desees. Pero te aseguro que mis interrogantes ‘racionales’ respecto a la modernidad y la postmodernidad son cada día más hondos y amplios. No quiero ‘marchas atrás’ en la historia. No tendría sentido volver a épocas pasadas. Pero veo y compruebo una y otra vez cómo los pobres son manipulados hoy más que nunca. Manipulados y usados para los más oscuros intereses ‘de cada parte’. No hay derecho: ni de izquierdas, ni, por supuesto, de derechas”.

Mi amigo es una persona honesta y seria. Pero parece que nunca me explico tan bien como desearía al respecto. Ni me terminan de entender, ni termino de explicarme. Al menos yo creo empatizar con don Julián Besteiro, que al final de la guerra civil se ofreció a los dos bandos como rompeolas de las dos Españas. Sin embargo, los intelectuales católicos se refugiaron en la inercia de la teología barata y pobre y actuaron como un rodillo fóbico, se adocenaron, dogmatizaron, excomulgaron, y de este modo creyeron desagraviar y purificar la mancha anticatólica de sus enemigos. En el fondo les importaba más la ideología que el seguimiento de Jesús: querían salvar a Jesús dando tiros. Y cuanto más se llenaban los seminarios, tanto más se convertían en pobres gigantes con pies de barro. Casi un siglo después, aquella racionalidad perezosa (ignava ratio) bajo el paraguas agujereado de la Iglesia ha llegado a traducirse en “muerte de Dios”. ¿Y si la razón mataba a la teología y la teología mataba a Jesucristo? Pues seamos más suaves leamos milagros: rojo, ni siquiera Caperucita roja. Diálogos con ateos, antiteos, agnósticos y demás ralea, imposible: nos van a contagiar. Y otro tanto les ha pasado a sus majestades los rojos, que a falta de argumentos más sólidos han convertido su teofobia en arma de combate sin tener nada que defender, a excepción de sus privilegios .

Realmente, amar a Jesucristo y estudiar teología ha resultado casi imposible en Europa, y más aún en España. Que la teología se ponga al servicio del amor, sobre todo de quienes son menos amados, eso es más raro que un perro verde. La institución mata al carisma (incluido el del marxismo y demás familias). Y este ha sido el resultado: su intrascendencia en nombre de lo trascendente. 

Yo siempre me he maliciado que la cosa, tan compleja, es al mismo tiempo bastante sencilla: al menos a los católicos no nos gusta Jesucristo ni su modo de vida, ni creemos que sea Dios y hombre verdadero, y por eso mentimos a Dios y a nosotros mismos al decir que le amamos, pero también al decir que no le amamos, porque en el fondo a los unos y a los otros nos resulta intrascendente su trascendencia. Y, mientras tanto, de los pobres hacer bandera política para triunfar en su nombre, aunque aposentemos nuestros reales traseros sobre poltronas coronadas de ignominia. Poner esto de relieve lleva a la cruz, al ninguneo, o incluso a la muerte en vida.

Que la Iglesia sea nuestra madre no significa que ella sea una buena hija, lo importante es que seamos buenos nietos sin matar a la madre, pero reeducándola y dejándonos reeducar, clérigos y laicos. Pero a las madres también hay que tirarles de las orejas si las amamos. La Iglesia, por otra parte, no es la madre de Dios. Esta posición mía a fuer de ortodoxa, es incomprensible e improcesable, pero creo que es crística. Antes se decía que la mujer del César no solamente tiene que ser honrada, sino también parecerlo; ahora la mujer del César nos enseña con toda razón que hemos de decir que también el marido de la mujer del César no solamente tiene que ser honrado, sino además parecerlo. Y, por supuesto, también la Iglesia. Basta ya de sufrimientos innecesarios para afrontar mejor los necesarios derivados de la cruz de Cristo.

En fin, si es cierto que la verdad nos hace libres, o al menos más libes que la mentira, triste cosa es que el miedo a la verdad religiosa se traduzca en fábrica de capas que todo lo tapan.