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El amor que se comparte llega a todos – Francisco Cano

Corpus Christi 2022 Lc 9,11-17

Que el Jesús histórico hiciese curaciones extraordinarias, nadie lo duda. Que fueran milagros en sentido científico es otra cuestión. Los evangelios en ningún momento piensan en pruebas científicas del poder divino de Jesús. Los “milagros de Jesús” se consideran intervención de Dios, pero en cuanto signos que apelan a la fe, y sólo desde la fe son percibidos como intervención de Dios.

Jesús se conmueve por la gente, predica el Reino, pero no sólo predica, sino que cura a los enfermos. Hoy vemos a un Jesús que se conmueve ante la muchedumbre que se arremolina en torno a él, le buscan porque están necesitados, no tiene qué comer. Jesús no es un milagrero, ni hace un gesto espectacular, sino que pide su colaboración. Los gestos que narran los evangelistas tienen connotaciones eucarísticas, llama la atención la capacidad que tiene este pan para saciar el hambre: todos comieron y se saciaron. Por ahí va la fiesta del Corpus Christi: hacernos entrar en la condición de necesitados que buscamos saciar el hambre. Así que ya tenemos dos componentes de la eucaristía: el pueblo que se congrega y Jesús que se da.

La eucaristía nos muestra que las manos de Jesús permanecen abiertas, en los caminos y en la cruz, para liberar y hermanar a los que, viviendo por sí y para sí, elevan los muros de la exclusión, opresión, odio y marginación.

La eucaristía es el signo permanente de habitar nuestra carne y poner su choza en el último de los lugares, su luz brilla en las tinieblas y hace posible para todos y todas acoger su gracia y su verdad. Jesús entrega su vida libremente e intercede por nosotros y se hace solidario con toda existencia hasta las últimas consecuencias: “tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, pero antes hemos escuchado: “dadles vosotros de comer”.

Estamos celebrando el triunfo de quien pierde su vida por amor, y quien hace eso está llamado a participar de los bienes del Reino (Mt 10,39). Jesús comparte con ellos su motivación más honda que quiere que hagan suya: “Siento compasión de esta gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tiene qué comer” (Mt 15,32).

El Reino es mesa compartida, banquete en el que todos quedan saciados y, además, sobra. Estamos en la lógica de la solidaridad, donde nada se pierde ni nada disminuye, sino que se multiplica. El Reino es comunidad sanadora que se reconoce en la acogida, alienta y sostiene la vida por la bondad. Es entrega gratuita que se reconoce en dar de lo que se necesita para vivir y no de la abundancia (Elisa Estévez).

La comunión de mesa con estos proscritos es expresión también de la gratuidad de Dios al ofrecer su amor, y además sin buscar ninguna recompensa. ¡Ojalá que al experimentar la ternura benevolente y sin medida de Dios ellos se abran a la conversión (Lc 5, 32)!

Jesús no retiene la vida para sí mismo, sino que la da libremente, la pone a disposición de aquellos a quienes ama: ”yo doy mi vida”. Muriendo por todos es la prueba viva del amor incondicional de Dios (Rm 5,8).

Su cuerpo entregado y su sangre derramada inauguran una nueva creación, desplazando el pecado y la muerte. Con Jesús no ha llegado el momento de la ira, sino el tiempo de la misericordia que reconcilia a todos en la cruz. Muere perdonando. Su vida y su muerte son el testimonio de quien no construyó la existencia desde la violencia y el poder, sino desde la comunión y venciendo con la fuerza de sus heridas, las heridas del amor por toda la humanidad, “sus heridas nos han salvado” (Is 53,5).

En realidad Jesús en su autodonación desvela su ser por nosotros, por nuestra salvación. Lo hace “comulgando con nuestra carne y nuestra sangre, para destruir con su muerte al que tenía el poder para matar…” (Heb 2,14), consolando, cuidando, sanando, enseñando, y entregando su vida libremente por amor, para que la humanidad sea recreada por el amor (1 P 1,3) y el universo sea casa común (Ef 1,10).

Celebramos que el Padre nos ha bendecido dándonos al Hijo, arranque de ternura que “finaliza” entregándonos a su único Hijo (Jn 3,16). Dios, siendo complaciente con nosotros, se derrite de amor por sus hijos. Su benévolo designio, su voluntad ha sido amarnos primero y reunirnos en familia en torno al amado (Ef 1,9). Desbordó su gracia en la entrega del Hijo y nos vivificó juntamente con Él (Ef 2,4-7). En una palabra: nuestra historia comienza con una gran historia de amor: se hizo carne y continúa entregándonos su carne. “Que en los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, experimentemos constantemente los frutos de tu redención” (O. eucológica de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo).

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