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La radicalidad ética del evangelio – Francisco Cano

6. T. O. 2023 A Mt 5,17-37

El Evangelio nos muestra un estilo de vida que pone a Dios en el origen, y a los demás, y a uno mismo, en el centro. En el origen y en cada momento está el amor; esto es cumplir la voluntad de Dios que, para cada persona, es garantía de vida y libertad. Libertad que es un regalo y, a la vez, una tarea que lleva a elegir un modo de vida, unos comportamientos y a dejar otros, y todo, para ser felices.

Estamos caminando, pero este caminar pide no estar ocupados en otras cosas, de modo que olvidemos lo importante. ¿Cómo tenemos que vivir? Dios nos lo ha revelado y enseñado por medio del Espíritu, este Espíritu es sabiduría que conoce a cada persona, y que sondea todo, incluso lo profundo de Dios. De este modo la Verdad está en nosotros.

¿De qué estamos hablando cuando hacemos referencia al Espíritu? El hombre sabe que es imposibilidad e impotencia, porque la capacidad de enmascaramiento del mal en él le oculta el camino, o nos desborda y nos sobreexige, con lo que acabamos rechazándolo. También nos puede ahogar y reprimir, como pura letra que mata. Este es el mensaje del evangelio: La presencia de Dios en el corazón humano produce una transformación de este corazón que consiste en ir haciendo nacer en él posibilidades y potencias. Es la gracia la que va produciendo una conversión del deseo que hace el Bien amable y fácil. “El Espíritu de Dios es el que lucha en ti”, nos dice san Agustín. El Espíritu Santo de Dios es lo más humano del hombre.

Esa reestructuración de nuestro interior consiste en hacer humano al hombre, pero llega hasta los extremos descritos por L. Boff a propósito de Jesucristo: “así de humano sólo puede serlo el mismo Dios”. Diríamos ahora que así de humanos sólo puede hacernos el Espíritu de Dios.

Este texto extenso de Mateo nos muestra que la vida y las enseñanzas de Jesús no se ajustaron a la normativa religiosa de su tiempo, que llegó a enfrentarse a la religión oficial y a las prácticas religiosas, a los dirigentes, e incluso se enfrentó con el Templo, afirmando que aquel santuario era una “cueva de bandidos”.

Jesús vino a dar plenitud a la religión, y ¿a dónde nos lleva esa plenitud? A la afirmación de que Dios no es como lo representan los israelitas. Dios es inabarcable, inalcanzable, es Padre de bondad y misericordia, al que nos acercamos mediante la bondad y la misericordia, lo que significa el desplazamiento del centro de la religión: ya no está en el Templo, ni está en la Ley, ni en lo sagrado, ni en lo ritual. A Dios lo encontramos en la plenitud de lo humano, lo que se manifiesta en las relaciones humanas con los demás, que es el sermón del monte, es la plenitud desconcertante que acaba en la muerte, en la cruz.

No centrarse en la observancia significa que hay que centrarse en la bondad y el amor, que lo que agrada a Dios no es el cumplimento de las normas, sino el respeto y el amor a los demás, en los que está presente Dios.

Dejémonos de grandes discursos, todos tenemos necesidad de cariño, de respeto, de bondad, y en esto, en el respeto, la estima, el amor y la bondad es en lo que los seguidores de Jesús tenemos que ser radicales y llegar al límite de lo que nos sea posible.

Para vivir así hay que cumplir los mandatos, pero estos no son una obligación, sino una elección; no una carga sino garantía de felicidad; no una losa pesada sino la base para vivir con dignidad y respeto a la vida de los demás. Jesús nos invita a vivir a tope, en libertad y en dignidad, y esto es la voluntad de Dios, que no quiere que vivamos de engaños y apariencias, sino de una vida auténtica, recibida y entregada.

Se han acabado los formalismos rituales, ceremonias que no salvan. No soportamos el juicio condenatoria de los demás, buscamos la aprobación de los demás. Pero la búsqueda de esa aprobación de los demás acaba convirtiendo toda moralidad en fariseísmo, en orgullo o, quizás, hasta hipocresía.

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