Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

España ha jugado siglos enteros fuera de juego su tiempo histórico, con monarquías de quita y pon, constituciones defendidas con fervorín por el cura Vinuesa, y coplillas populares como ésta:

«Dar audiencia al Liberal,
Tiranizar al Realista,
Abrir la puerta al sofista,
Encadenar la verdad;
Abatir la Majestad,
Valerse de la traición,
Queriendo en la confusión
Matar a nuestro Fernando,
Y tomar ellos el mando;
Esta es la Constitución».

«El estudio de Felipe II era pequeño, sencillo, más parecido a la celda de un monje que al despacho de trabajo del más poderoso monarca de su tiempo. Allí está la alta y estrecha mesa donde Felipe II escribía constante e interminablemente; y allí están sus libros encuadernados en cuero, los clásicos griegos y romanos. Y, junto a su silla plegadiza, el escabel, cortado en dos, sobre el cual descansaba la pierna enferma mientras trabajaba. Pero desde una ventana de la habitación captamos una pincelada de belleza. Abajo, un jardín de árboles de boj; más allá, la campiña extendiéndose hacia las montañas. ¡Pero el dormitorio de Felipe! ¡Qué pequeño y oscuro, con su altarcito en un rincón! A través de las montañas el monarca podía ver el altar mayor de la iglesia y participar en la misa. Aquí Felipe II pasó al otro mundo. Desde Madrid lo trajeron en una silla de manos a que muriese en El Escorial, y durante siete días robustos sirvientes cargaron con él por la áspera carretera. La silla en que fue transportado todavía se halla en el cuartito que da al Salón de Embajadores. A un extremo del salón se encuentra la pequeña mesa donde firmaba los documentos de Estado. Más que las galerías de aquella obra maestra. Más que la iglesia de exquisita belleza, me impresionaban estas estancias de Felipe II»1.

«Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido y de corazón. Todos los allí presentes sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse la gorra y apagar los cigarrillos era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua bendita. Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su líder había muerto. El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti había alcanzado también al corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban los tejados, e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y organizaciones sindicales, sin distinción, habían convocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante: nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. El escuadrón de caballería y la escolta motorizada que debían de haber encabezado el cortejo fúnebre se hallaban totalmente bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores. Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados, e imposibilitados de avanzar o retroceder. Con un esfuerzo mayúsculo se logró allanar el camino para que los ministros pudieran llegar hasta el catafalco.

Muchos son los que sin ganar las batallas se las apropian, incluso también cuando las pierden, como aquel que dijo «no sabía si íbamos a ganar las derechas o las izquierdas, pero hemos ganado las derechas», o a la inversa. Esto yo mismo lo he padecido en propia carne con aquel empleado en censurar con lápiz rojo las frases o los libros enteros durante la dictadura de Franco que ya en la democracia alardeaba de demócrata con coche oficial. Por el contrario, son muy pocos los que autocríticamente asumen la propia derrota, como lo hace Diego Abad de Santillán: «La revolución debe provenir directa y espontáneamente de las bases, y esto sólo es posible cuando el pueblo ha alcanzado un nivel de conciencia superior. Por ejemplo, los comedores populares que se improvisaron por doquier en las barriadas y daban de comer gratis y cuanto quisiera a quien lo pedía, funcionaron varias semanas y consumieron todas las reservas de que disponían la ciudad y el campo. Nos exigían cada vez más víveres, y cuando no podíamos dárselos, iban a buscarlo directamente los almacenes y comercios. No dejaban nada para las milicias del frente. Sus ‘incautaciones’ arruinaron la economía de la región. Fueron una constante pesadilla que nos causó trastornos y mucha inseguridad. La falta de conciencia no podía atribuirse sólo a ciertos partidos u organizaciones; fue un fenómeno general. Para mucha gente la revolución consistía principalmente en repartir el botín y disfrutarlo. Muy pocos pensaban en volver a llenar los depósitos saqueados y en intensificar el trabajo en la industria y en la agricultura»1.

La fidelidad

La infidelidad cobra fuerza y nos preguntamos el por qué y el para qué de la fidelidad.

Una libertad entendida como vida según la propia voluntad parece ser el aspecto más importante que se destaca, que se ha acentuado en el momento presente de confinamiento, de encarcelamiento.

Las experiencias en el acompañamiento, los datos sociológicos que nos proporcionan las estadísticas durante estos meses, muestran que en el tiempo de la pandemia han crecido las separaciones, rupturas matrimoniales, casos de violencia entre las parejas, dificultades en las relaciones y en la convivencia. Observamos que no hay ninguna referencia a la verdad, a la fidelidad, al bien que afirmamos, que es aquello que permanece por encima de tiempos y circunstancias: el amor. Observamos, también, la ausencia de discernimiento, que se realiza en y desde el amor. Nos muestran la razón de las rupturas: “yo” hago y deshago en mi vida según mi voluntad, “prefiero errar”, “saber que estoy en el error”, “ser estúpido”, pero libre.

Querido Francisco:

Ratifico tu artículo en su totalidad, y me parece muy hermoso y muy de agradecer, de todo corazón.

Esta mañana hermosa caminaba por la amable ciudad de Burgos, y durante cinco largos minutos venía escuchando la conversación que se traían detrás de mí dos chicas y un chico de unos diecisiete o dieciocho años, cuyo paso se había acompasado al mío. Iban bien vestidos o bien desnudos, según se mire. Su lenguaje, sobre ningún contenido comunicativo, estaba constituido sobre venablos archisoeces cagándose en todo lo divino y en lo humano, y anteponiendo la palabra "puta" a cualquier palabra, como en las series de narcos que se ven por Netflix. Hasta que me detuve y les interpelé seriamente, a lo cual ellos respondieron burlándose de mí con gestos y palabras brutales.

Es la nueva normalidad, la nueva normalidad de la nueva humanidad, con la cual no sé si tengo en común algo más que el inevitable ADN de la especie animal en cuanto que animal.

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