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Aproximación a la oración de Jesús

Legido, M: Aproximación a la oración de Jesús. Editorial Mounier, Madrid, 3021, 351 pp. (Disponible en nuestra tienda web).

Entrevista del P. Alfonso Francia al P. José Luis Calvo, discípulo de Marcelino Legido: Vídeo

No se sentaron sobre la estera del suelo en una habitación, sino que un buen día varios discípulos de Jesús -no uno, sino en con-moción, en movimiento conjunto- se sintieron conmovidos, empujados, seducidos, y dejándolo todo se echaron a los caminos. Les mueve la fe que Jesús deposita en ellos y que ellos trasladan a otros para que estos otros caminen con otros: es ad-viento, ir de y venir hacia. Quien no bautiza con esa fe en movimiento tiene poco entusiasmo, poca divinidad en su interior, y se marcha triste. Ante tantas encrucijadas duras, penosas, muchos regresan a sus domicilios tristes al poco de llegar; Jesús mismo les parece ya un problema a quienes se habían convertido en problema para sí mismos.

Pero Jesús sigue siempre adelante y avanza sin retorno. En realidad, el camino es él caminando. Se siente mirado por Alguien, querido por Alguien, sostenido por Alguien, y hacia él camina orando y levantando los ojos al cielo. Su existencia es un laboratorio, ora laborando y labora orando, sólo se sale del camino para volver al camino: “No sé si ustedes han tenido alguna vez la tentación del poder. Métanse entre una muchedumbre de pobres que estén tirados, muriéndose de hambre, y si no les tienta el odio y el poder es que han llegado ya a la ternura de Jesús, o son ustedes unas muñecas de cartón. Si ves a una multitud así, pisados, achuchados, hundidos, y sientes en las entrañas que esos son los hermanos, y que de esos hay que hacer una familia, y que con esos hay que poner la mesa común, puedes ir a la soledad, que así cobra sentido. La soledad no es una campana de cristal para esconderse, la soledad está llena de aullidos humanos y diabólicos de las terribles fuerzas del mundo, de los dolores poderosos de los hombres, y también ¿por qué no? de las sonrisas de los niños” (20).

Jesús camina orando a la búsqueda del Reino: con él, los discípulos van en pos del Reino. Cuando los discípulos le piden “enséñanos a orar”, ya han barruntado que orar es caminar hacia la altura, la profundidad y la anchura del Reino, donde el amor se comunica en oración, y la oración en amor comunicativo. Y Jesús es el lugar del acontecimiento del encuentro de un pueblo que camina.

Cuando Jesús acontece en sus discípulos, estos comprenden que el amor buscado por ellos ha sido antes un amor recibido por ellos de quien les buscó primero; Jesús les había buscado antes a ellos, los nepioi, los am-ha-hares, los frágiles, los hambrientos, los enfermos, los infirmes: “Me dan compasión, se me conmueven las entrañas cuando veo a las gentes que están despojadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor” (Mt, 9, 36). Cargando con ellos, Jesús camina hacia el Reino, que no es una turris eburnea, sino la morada donde los desamados se transfigurarán en ciudadanos del Reino. Qué incomprensible que los hombres lo rechacen desde el primer momento en Jardín del Edén, y que el Dios rechazado no sea un Dios rechazador, sino la máxima energía para el encuentro amoroso restaurador. Misteriosamente, el hombre amado rechaza al Amor bueno. Y sin embargo Jesús le sigue amando hasta la extenuación final. Qué forma tan trágica de caminar en el sufrimiento desde la gracia.

Solamente en la medida en que los apóstoles entran en el “sígueme” de Jesús, solamente entonces entran ellos en la oración: “Orar con Jesús yendo por otro camino es imposible; se puede orar otra cosa, la oración de uno, pero la oración de Jesús no” (36). Es un paso nuevo, fuerte, decidido, en el camino. Ya no tiene sentido orar pidiendo cosas para nosotros, sin entrar en la oración de Jesús, el Padrenuestro: “La oración de Jesús no invalida los distintos accesos y aproximaciones que cada hermano pueda encontrar hacia ella, con tal de que relativice absolutamente todo pasar a sus manos” (47). Nuestra disciplina no será discipulina, sino camino, más camino, hasta el final del camino.

El camino de Jesús es sin retorno hacia el Reino del Padre, cuyo rostro nadie ha visto jamás, excepto el Hijo, “sólo en el rostro del Hijo, exclusivamente en el rostro del Hijo, totalmente en el rostro del Hijo” (63). Y éste se hace camino en el rostro de los menos amados, en los cuales vivimos, nos movemos, y somos pues quien camina hacia ellos ha visto el rostro del Padre en el rostro del Hijo. Si al Hijo le duelen los pobres como al Padre, y al discípulo no le duelen los pobres, el discípulo no ama al Padre ni al Hijo. Qué triste aquel catecismo Pantocrator del padre Astete, según el cual Dios es “un Señor todo poderoso, principio y fin de todas las cosas, premiador de buenos y castigador de malos”.

No sabemos orar, y necesitamos caminar hacia la oración de Getsemaní. Pero Jesús sale a nuestro encuentro cuando estamos ya descorazonados, cuando sentimos la experiencia de la pequeñez, de la pobreza total, y nos sentimos en un callejón sin salida: “Si Él retirara hacia sí su dolor, si recogiera hacia sí su Espíritu, a una expiraría toda carne y el hombre volvería al polvo”. Nadie sobreviviría al infortunio de Job, que es el de la humanidad y también el de Jesús en el estercolero del sufrimiento. Desde ahí, sin embargo, y yéndonos mirando con sólo su figura, vestidos nos dejó de su hermosura. Cuando dice una sola palabra, nuestra alma queda libre de la lepra. El estercolero, los lugares más bajos, son parte intrínseca del camino de Jesús, y resucitar sin descender a él no sería humano ni divino, como tampoco lo sería ser humano sin padecer los estrechos límites de su finitud constitutiva ontológica y espiritual. Sin el menor masoquismo, los discípulos a quienes el sufrimiento no enseñó nada no aprenden nada del propio sufrimiento cuando éste llega de forma insoportable. El Adviento se culmina en la Pascua de la resurrección, no antes, no a medio camino.

Aunque resulta comprensible que tanto esfuerzo, en lugar de continuar, se traduzca en un “hagamos tres tiendas”, es decir, en la pretensión de descansar antes de morir, Jesús dice a los discípulos: “¿Qué hacéis ahí parados, galileos, mirando al cielo?”. Este sería un camino insoportable para los discípulos, si el amor de Jesús y a Jesús no fuera más grande que el miedo al sufrimiento y la necesidad de quedarse a medio camino. Pero todo sufrimiento integrado en Cristo pierde su desesperación, su misma fealdad. Sólo el amor desde el camino de la cruz es digno de fe, de esperanza, y de caridad: más fuerte que a muerte.

Leer esto de forma sadomasoquista sería desviarse del camino, cuyo propio apostolado culmina en el lignum crucis del amor absoluto. Entonces, si hay algún absoluto, es el absoluto de la cruz, el via crucis. También se desvían aquellos discípulos que odian tanto el sufrimiento como aman el nirvana, la nada donde por no haber no hay ni siquiera dolor. El camino de la cruz es trágico, pero no escénico-dramático, barroco. Si no es por amor a las ovejas sin pastor, los discípulos devienen lobos de la misma manada a la que apacientan. El cordero de Dios quita los pecados del mundo y entonces, regresados a la infancia primera, podemos decir Abbá, papaíto. No es la metamorfosis del león al camello y del camello al niño, sino la metanóesis, el cambio del corazón que regresa como hijo pródigo.

Y de nuevo Jesús se adelanta, se hace niño en el seno del Padre: “Padre, les he dado a conocer tu nombre y se lo daré a conocer para que el amor con que Tú me amaste este en ellos y yo en ellos”. Las lanzas convertidas en rejas de arado, el lobo paciendo paciente junto al cordero cordial, misericordia entrañablemente entrañada, transformación de la incompetencia en competencia sin competición: “Competente no es el listo, ni el que sabe mucho, sino el que se confía como un pobre, como un niño a esa llamada. Nuestra competencia, nuestra capacidad, es la gracia acogida del Señor” (105). “Nosotros no estamos acostumbrados a estas honduras de confianza y de abandono por una razón muy sencilla: porque estamos muy vueltos sobre nosotros mismos, nuestros ojos están vueltos hacia dentro, nuestras manos están engarrotadas, somos autónomos, nos hemos desligado. Para poder entrar en el Reino de los cielos hay que hacerse hijo pequeño, porque por Él tenemos el acceso, la entrada abierta y confiada; por Él podemos hacer experiencia del apoyarse, del refugiarse, del abandonarse en las entrañas del Padre que se nos aparecen en el costado abierto de Jesús” (159).

El camino: partir, partirse, compartir, compartirse, participar, fracción del pan por quien se rompe en el pan donado, eucaristia, verdadero amor. Los discípulos que esto experimentan ya han vencido a la muerte y han comenzado a vivir apocalípticamente, pues ya han comenzado a llegar el Reino. ¿No es eso la felicidad? Si aún hubiera una felicidad mayor (mayor que la cual nada pueda pensarse), también sería felicidad hacia el Reino, que nunca concluye, que es también Reino en movimiento, pues lo que no adviene en movimiento no es Reino. Incluso allí, estar sentado a la derecha del Padre conlleva seguir caminando con el Padre en el Espíritu con la entera humanidad. A la vez, pues, comienzo y fin del camino del amor extremo, que no conoce límites en su especial extremosidad. El Reino: “la gracia de nuestro señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu santo con todos nosotros”. Vamos, vamos, vamos sin que el duro desgaste de la existencia nos paralice, caminemos confiados: “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. ¿Por qué te acongojas, alma mía? “La oración de Jesús no son palabras que se añaden a la vida, sino que es la misma vida que habla.

Yo creo entender un poco mi pobre aproximación a esta Aproximación a la oración de Jesús porque junto con otros muchos he tenido la fortuna y la gracia inconmensurable de ver la forma en que vivía lo que enseñaba tan misericordiosamente Marcelino Legido en seguimiento trinitario. No sé si esto podrá ser procesado por alguien que no haya vivido junto al Alguien, y me temo que resultará un rollo fariseo más para quien prefiera filosofar caminando sobre su propia sombra y a martillazos. Ojalá que así no sea, y en ello pongo mi esperanza hoy. Qué miserable mi cerviz no abierta a la infinita confianza de Jesús en nosotros, y consolada por la mediocridad de casi todos: “Nosotros tenemos unos topes, unos límites, hasta aquí sí, más allá no. Unas veces con razones honestas, otras deshonestas, unas veces con razones evangélicas, otras con razones muy humanas, pero guardamos para nosotros la acogida incondicional, absoluta, de la locura de la cruz, el exceso del amor. Sin embargo, para los hermanos no tenemos la total disponibilidad, porque de lo contrario, cuando venga un hermano que llame a nuestra puerta, no le diremos: no puedo, tengo que cumplir con la observancia de la Regla, estoy escribiendo un libro, en este momento me marcho de viaje, ando mal de salud, hace tiempo que no duermo, no es de los míos, y hasta razones más espirituales: estoy haciendo oración… Para llegar a esta disponibilidad de la travesía del madero que es la total entrega a los hermanos hay que atravesar esta salida dolorosa como un aprendizaje y un combate, una agonía” (164).

Y, sin embargo, “el Padre se entrega a su Hijo en el aliento de su amor, santifica a su Hijo, consagra a su Hijo como el Santo, el único Santo para que ese brazo de amor, ese fuego de amor llegue a nosotros y para que a través de nosotros alcance a la humanidad, al universo, y a la historia entera. Es un abrazo de amor, una santificación, una gloria que se extiende más allá de nosotros convirtiéndonos a nosotros en resplandor de la gloria, en camino de fuego y de santificación, de ser envuelto en la gloria de la gracia de los pobres, la humanidad, el universo y la tierra. En la plenitud de los tiempos, el rosto del Padre se ha desvelado en el rostro pascual de su Hijo crucificado, resucitado y entronizado. Cuando ha aparecido la santidad y la gloria en el rostro del Hijo, hemos sido envueltos en el fuego, hemos sido santos, santificados, consagrados para pasar el fuego a la humanidad y a la creación” (229). Que así es.

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