COVID19: ¿Y después de la vida, qué? - Carlos Díaz

“Cuantos más viejos al hoyo, tantos más empleos para los supervivientes”, escribía yo hace poco. Pero una persona muy querida me hizo caer en la cuenta de la superficialidad de mi afirmación por cuanto que “los que se están muriendo tienen más de 70 años, luego esos no trabajaban ya. No nos están dejando puestos vacíos a los jóvenes o pseudo-jóvenes. Solo nos están dejando puestos vacíos en las residencias, que para cuando las necesitemos nosotros (aunque ya sabes que creo que en unos 10 o 15 años nos moriremos la mayoría por el cambio climático) haya sitios libres”.

Cada vez que nos escribís es para nosotros una fiesta, digan lo que digan vuestros mails. Os esperamos siempre. Lo estáis pasando mal. Fatalidad que se añade a fatalidad es norma de vida y, por tanto, ley de muerte. Sin que yo tenga ni pretenda la menor autoridad terapéutica ni de ninguna otra naturaleza sobre vosotros, hermanos, me gustaría deciros que vuestros mails me conmueven. ¿Por qué me conmueven siempre? Porque querer a otro es condolerse, y hasta incluso en eso coalegrarse por poder compartir lo bueno y lo malo.

Ya sabéis que no va a pasar más que lo que tenga que pasar, podámoslo o no contarlo. No es vivir sin esperanza ni miedo, sino en la forma en que uno lo reciba, ad modum recipientis. Eso es grandeza. De todos mis amigos, y no sé muy bien por qué, he sentido en vosotros una grandeza a veces incluso trágica que siempre he recibido con veneración y ternura.

Qué hermoso es vivir: que la muerte –llegue cómo y cuando llegue– no nos empañe la alegría de vivir incluido el instante final. Es decir, el misterio final. Os quiero mucho. Y aquí estamos.

Lucía Bosé, la mamma de una saga de famosos, ha muerto hoy después de pregonar a los cuatro vientos que ella era inmortal. Eso, doña Lucía, nunca se puede comprobar hasta que se muere: si después de muerto sigues vivo, es que eras inmortal. Esta perogrullesca evidencia deja al ser humano en el más absoluto de los desamparos dialécticos, porque la trascendentalidad de la vida eterna no se puede demostrar en vida.

Pero entonces ¿está en manos de la muerte demostrar que la vida es eterna? Pero ¿acaso no tendría que estar viva la muerte para ello, como quieren en Latinoamérica los devotos de la Santa Muerte? Y, si ni en la vida ni en la muerte, ¿quién podría dar razón de la existencia de un más allá del que los postmuertos puedan dar razón?

Pero al menos ¿podríamos demostrar que estamos vivos mientras vivimos? El sin par cabrero, Miguel Hernández, no vio la cosa tan clara: “Cuerpos que nacen vencidos, vencidos y grises mueren: vienen con la edad de un siglo, y son viejos cuando vienen”. No son viejos, pues tan sólo los que lo parecen, también en el fondo del alma de tantos jóvenes trabaja la carcoma, cuyos reservorios más parecen grutas de inhumanidad. ¿Y quiénes son los jóvenes? Los que, desde el fondo de su terrosa caverna buscan como el esclavo de Platón la salida hacia la luz: dejan atrás sus manos terrosas, ascienden hacia la esperanza con los ojos aún claroscurados, se solidarizan y rompen las cadenas de todos, y disfrutan al fin de lo eterno. Ya no quieren seguir agazapados, ni en cuclillas cagados de miedo, nunca más en la medrosa vida amenazada porque se sienten libres y quieren hacer el bien: “Su nombre de Rey Mago, yo considero que en premio a sus virtudes le fue otorgado. Yo le tuve, en prisiones, por compañero, que a presumir de jefe nunca fue dado. Con los brazos abiertos –gesto sereno– a la muerte se opuso del confinado; y por abrir los brazos, como el Cordero, por los suyos se ha visto crucificado. Isla de amor, en medio de un mar de saña, la flor de un homenaje le debe España. Su alma destila mieles; nunca veneno. Y os juro, yo que el goce grande he sentido de tratar, en la vida, mucho hombre bueno, ¡que es el hombre más bueno que he conocido!”.

A las barricadas, no a las cavernas: “Negras tormentas agitan los aires, nubes oscuras nos impiden ver, aunque nos espere el dolor y la muerte, contra el enemigo nos manda el deber. El bien más preciado es la libertad, hay que defenderla con fe y con valor. Alta la bandera revolucionaria, que del triunfo sin cesar nos lleva en pos. ¡En pie, pueblo obrero, a la batalla! ¡Hay que derrocar a la reacción! ¡A las barricadas! ¡A las barricadas, por el triunfo de la Confederación! ¡A las barricadas! ¡A las barricadas, por el triunfo de la Confederación!” La varsoviana (himno anarquista).