COVID19: Sobre el debate ético en torno a las decisiones médicas en situaciones límite - Enrique Bonete Perales

(Con un comentario posterior de Carlos Díaz)

Expongo mi razonamiento a modo de breves tesis, complementarias entre sí, con el propósito de clarificar un debate que se ha suscitado en diversos foros en torno a si están siendo correctas o no las decisiones de los médicos en las situaciones de desbordamiento que se padece en instituciones sanitarias españolas (y las de otros países). El problema ético es complejo. Sin embargo, como me han pedido algunos amigos y colegas mi opinión, aquí la enuncio siendo consciente (y lo quiero indicar ya al posible lector) de que todo lo expuesto requeriría mayores aclaraciones y matizaciones. No es posible, por ahora.

§ 1. Soy partidario de defender en todos los ámbitos prácticos lo que denominaría el principio de la dignidad intrínseca, que menciona la Declaración Universal de los Derechos Humanos en el Primer Considerando. Se trata de la afirmación de que todos los “miembros de la familia humana” (a la que se refiere también la Declaración), poseen igual dignidad y han de ser respetados sus derechos, al margen de cuáles sean sus capacidades intelectuales, morales, físicas, circunstancias sociales, raza, religión, sexo, ideología, etc.

§ 2. El mencionado principio es distinto a la tesis kantiana según la cual “las personas”, por su capacidad de autonomía, han de ser tratadas como fines en sí y no solo como meros medios, poseen dignidad y no precio. Kant habla de “personas” con capacidad de autonomía. ¿Qué pasa con aquellos sujetos que nunca poseerán capacidad de autonomía o la han perdido ya irreversiblemente? Desde la teoría ética de Kant no se puede responder bien a esta cuestión. La Declaración de Derechos remite a los seres humanos, a los miembros de la “familia humana”, que es un concepto más amplio que el de “personas”, sobre todo cuando algunos bioéticos (Singer) consideran que no todos los humanos son personas; por ejemplo, aquellos que carecen de autoconsciencia o no poseen capacidad de autonomía (por lo que no todos tendrían los mismos derechos ni igual dignidad). El principio de la dignidad intrínseca busca evitar este tipo de razonamientos tan letales para los más vulnerables, para quienes han perdido capacidades esenciales de “ser persona”.

§ 3. Como he dicho, el principio de la dignidad intrínseca ha de aplicarse en todos los ámbitos prácticos y profesionales (también en medicina). Sin embargo, se producen circunstancias excepcionales en las que este mismo principio puede ser respetado y aplicado de un modo distinto (lo cual no significa violado). El ejemplo de la escasez de botes salvavidas es muy gráfico. No se trata de que otros “impongan” la muerte a los más ancianos que no caben en los botes, sino de que ellos mismos, al constatar que no es posible que se salven todos los que están en el barco, asumen personalmente, por razones morales (y por motivos cristianos), que “el mejor bien” en estas circunstancias límite (no se trata del mal menor, sino del “mejor bien”, insisto) se encuentra en que los más débiles, los más enfermos, los más ancianos, en aras de salvar a otras personas (niños, mujeres, madres, jóvenes) entregan su propia vida, aceptan su momento final como el comportamiento moral más loable (y más cristiano), como la decisión más solidaria (y más fraternal), la que genera el “mejor bien” para la sociedad, para la “familia humana” (de la que habla la Declaración).

§ 4. Cuando usamos el término “utilitarismo” en el contexto hospitalario actual inmediatamente pensamos en algo perverso: eliminar a los más “inútiles” de la sociedad. Sin embargo, el propio Stuart Mill afirmó en su obrita El utilitarismo, a mi juicio con cierta razón, que el núcleo de su teoría ética coincide con el mandamiento de Jesús “ama a tu prójimo como a ti mismo”, y también con la Regla de oro en su formulación positiva: “haz a los demás lo que te gustaría que hicieran contigo”. Cuando un médico tiene, por ejemplo, dos pacientes con distintas características (edad, patologías previas, probabilidades diversas de recuperación, etc.) y cuenta con un solo respirador, en realidad sigue la Regla de orohace lo que él considera que deberían hacer con él mismo (tanto si fuera el anciano y enfermo como el más joven y fuerte), es decir, procurar salvar a quien tiene más años por delante, a la madre con niños, al padre que podrá recuperarse, etc.

§ 5. Si el utilitarismo es interpretado (y así creo yo que ha de hacerse para no pervertir las tesis del clásico Mill) como la búsqueda del mayor bien para la mayor parte de la sociedad, y su aplicación queda limitada (como es mi propuesta) a las circunstancias extremas, se percibe con cierta claridad que es muy operativo e intuitivo, y no viola necesariamente el principio de la dignidad intrínseca que defiendo. Un ejemplo para que se entienda. Si los médicos me pudieran preguntar a mí: «Oiga, señor Enrique, usted cuenta con 82 años, tiene problemas serios de corazón y de movilidad. Aquí al lado tengo una mujer de 50 años, madre de tres hijos aún sin trabajo y que es maestra… Se lo digo porque solo tengo un respirador. ¿Qué hago? ¿Me puede ayudar a decidir?… Si le pongo a usted el respirador, ella morirá. Si se lo pongo a esa señora, me temo que usted acabará falleciendo». Mi respuesta, si tuviera esa edad y en un contexto similar, sería clara y tajante: «Por favor, conecte a ella el único respirador y a mí déjeme morir en paz, sin sufrimientos». Estoy seguro de que si se lo preguntaran a la señora, ella no diría nunca: «Como ha llegado el anciano un poco antes, hay que respetar las colas, y todos tenemos los mismos derechos, le conecta a él ese respirador y a mí déjeme morir». No, la señora, pensando no sólo en ella misma, sino también y sobre todo en su situación familiar, podría afirmar con sensatez: «Oiga, doctor, yo tengo tres hijos todavía en casa que dependen de mí, y ese señor tiene varias enfermedades y es ya bastante mayor. ¿No le parece que “lo mejor” sería que yo pudiera vivir unos años más para sacar adelante mi familia?». El médico no podría responder: «Lo siento señora: en estas circunstancias tan extremas todos tienen el mismo derecho a la vida y los respiradores son para el primero que llegue al hospital»… Creo que esta respuesta del médico no sería justa, ni fácilmente justificable. Por otro lado, ¿acaso sería más viable que los dos pacientes (el anciano y la mujer) argumentaran entre sí para ver qué deciden entre ellos, para comprobar quién maneja razones morales más convincentes a fin de contar con el respirador? Es obvio que esto no es viable en un contexto hospitalario desbordado como el actual (ni nunca): en estos casos han de decidir los médicos según su “buena praxis”.

§ 6. Cualquier doctor, si aplica la versión más correcta del “utilitarismo” (que, a mi juicio, podría denominarse “solidarismo”) y se basa también en pautas médicas y profesionales, en realidad estará con ello buscando qué es “lo mejor” en tales circunstancias, de qué modo se garantiza “mejor” la dignidad intrínseca de las personas, que lleva implícito (no lo olvidemos) el hecho de que somos una “familia humana” en la que el más anciano ha de estar dispuesto en casos extremos, sin que nadie se lo pida, a dejar que los más jóvenes puedan vivir y contribuir así a garantizar que los derechos humanos sigan extendiéndose socialmente (o a que su propia familia se mantenga en mejores condiciones). Si a todos los ancianos les pudieran preguntar, en una situación como la indicada, la mayor parte asumiría lo siguiente: “lo mejor” (en sí mismo, aunque pueda parecer “lo peor” para el anciano que va a morir) es que viva el que más puede contribuir al bien familiar, al bien social.

§ 7. Sin embargo, quienes sean moralmente ciegos (padezcan una especie de lack of moral sense), radicalmente egoístas y absolutamente temerosos de la muerte, protestarán con desesperación ante tal decisión, con lo que estarían reflejando, a mi juicio, ser indignos (en términos morales) de formar parte de la “familia humana”, en la que ha de imperar siempre la fraternidad, la solidaridad y, en casos extremos, la disposición a morir para que los pequeños y más jóvenes sobrevivan.

§ 8. Por tanto, el respeto a la dignidad intrínseca, en estos casos extremos, consistiría en la perspectiva ética más solidaria, en aquella que se considera “la mejor” para que el bien moral siga imperando. Y esta difusión hospitalaria y social de la dignidad humana se estará produciendo gracias tanto a quien entrega la vida (el anciano), como a quien la recibe agradecida (la mujer), y, por supuesto, gracias también a los profesionales de la salud, a quienes deciden en situaciones límite desde una perspectiva altruista, solidaria, fraternal, en realidad, “utilitarista” (en el buen sentido, coincidente en este caso con la ética cristiana y con la Regla de oro).

§ 9. Concusión final: No hace falta ser un santo como el sacerdote polaco Maximiliano Kolbe (que eligió morir él en Auschwitz con el propósito de “salvar” a un padre de familia) para percatarse de que el mayor respeto a la dignidad intrínseca de todo ser humano, en el caso límite que nos ocupa, radica en asumir que “lo mejor”, en términos morales, es dejar los respiradores para aquellos que tienen más posibilidades de sobrevivir y de continuar durante más tiempo (y con mayores potencias físicas e intelectuales) en la existencia. Es muy probable que con esta noble y excelsa decisión se esté contribuyendo a que la “familia humana” sea digna de seguir permaneciendo en la historia, procurando con ello que no se repitan circunstancias extremas que exijan sacrificios morales tan elevados.

 

Enrique Bonete Perales

Catedrático de Filosofía Moral. Facultad de Filosofía.

Universidad de Salamanca.

 

Publicado originalmente en https://filosofiasofic.org/2020/03/28/sobre-el-debate-etico-en-torno-a-las-decisiones-medicas-en-situaciones-limite/

 

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[Un comentario de Carlos Díaz]

 

Sobre el debate ético en torno a las decisiones médicas en situaciones límite de Enrique Bonete, Universidad de Salamanca.

Invitado por mi buen amigo Enrique Bonete, hombre estudioso y serio, a quien tengo en alta consideración humana y cristiana, a comentar su artículo, quisiera manifestar brevemente mi opinión.

También yo soy partidario de defender en todos los ámbitos prácticos el principio de la dignidad intrínseca de que todos los “miembros de la familia humana” poseen igual dignidad y han de ser respetados sus derechos, al margen de cuáles sean sus capacidades intelectuales, morales, físicas, circunstancias sociales, raza, religión, sexo, ideología, etc. Poniéndome en la situación que Bonete describe, yo personalmente –viejo ya y agradecido por tanta vida recibida, regalada– no tendría ningún inconveniente en ceder a otros con más responsabilidades existenciales, y por ende más necesarios para la comunidad humana, mi propio bio-respirador; ni siquiera (yendo aún más lejos) mataría a nadie para defender mi propia vida. En general, además, soy partidario de asumir deberes más que de postular derechos para mí. Y por tener esos sentimientos y esas convicciones y estar dispuesto a asumirlas no me considero bueno, y mucho menos más bueno que otros.

Sin embargo, ¿es universalizable inexceptivamente la posición de Enrique Bonete? No lo es, si tenemos en cuenta el nivel de egoísmo preconvencional y convencional dominante de hecho en la sociedad, que no sólo no desea el bien de los otros, sino que incluso lo hace imposible, algo difícilmente discutible si echamos un somero vistazo a la maldad reinante en el planeta Tierra. No hablo de comportarnos como ángeles, pero ni siquiera damos la talla de humanidad necesaria para ser mejores humanos. Habiendo dado la vuelta al mundo casi como Marco Polo, no veo en la Tierra que “el mejor bien” en estas circunstancias límite (no sólo el mal menor, sino el “mejor bien”) se encuentre en que los más débiles, los más enfermos, los más ancianos, en aras de salvar a otras personas (niños, mujeres, madres, jóvenes) entreguen su propia vida, y por supuesto entre los creyentes (cristianos o no) tampoco: ni el mandamiento de Jesús “ama a tu prójimo como a ti mismo”, ni la Regla de oro “haz a los demás lo que te gustaría que  hicieran contigo”, ni el haz con el otro lo que él considera que deberían hacer contigo mismo, ni siquiera algo tan sensato como el “por favor, conecte a ella o a él el único respirador y a mí déjeme morir en paz, sin sufrimientos”. Ni eso. De nada valdría el: “Oiga, doctor, yo tengo tres hijos todavía en casa que dependen de mí, y ese señor tiene varias enfermedades y es ya bastante mayor. ¿No le parece que ‘lo mejor’ sería que yo pudiera vivir unos años más para sacar adelante mi familia?”.

No. El médico, en lo atinente a su propia persona, podría decir voluntariamente de acuerdo con su conciencia: “Acepto su súplica, viva usted aunque yo muera”, pero hasta ahí, porque el juramento hipocrático vale sólo para el médico que lo asume, y no le da derecho a acogerse a él para decidir sobre la vida de terceros que no han jurado por las barbas de Esculapio.

El profesor Bonete parte de la teoría de que somos una familia humana que vive como tal, y entonces, claro, no habría problema: todos seríamos donativos, alterificantes, y hermanos de nuestros prójimos a los cuales dispensaríamos el mismo trato que a nosotros mismos. Pero si partimos de la tozuda realidad fáctica, los hechos no avalan ni de lejos tamaña situación. Nos, exules filii Evae, in hac lacrimarum valle, demasiados cainismos; abandonado el paraíso terrenal, cada vez que hemos intentado rehacerlo en la tierra no hemos hecho sino calcinarlo. Muy pocos ancianos destartalados asumirían que “lo mejor” (en sí mismo, aunque pueda parecer “lo peor” para el anciano que va a morir) es que viva el que más puede contribuir al bien familiar, al bien social. Ellos apegados a lo suyo.

Por eso la posición de Enrique Bonete me resulta demasiado bonancible, con un optimismo infundado que juega con la baraja leibniziana de que habitamos el mejor de los mundos posibles, es decir, con esta forma ontológica de argumentar tan frecuente de dar por probado lo que había que probar, quod erat probandum. Más me duele cuando lo hacen cristianos tan buena gente y tan reflexivos como mi admirado Enrique: la cruz no fue razonable.

Y algo más, aunque pueda servir de escándalo. Yo tengo en este momento 75 años bien contaos, y creo estar en el mejor momento de mi madurez reflexiva, pequeña o grande. Pero si a mí me ofrecieran desentubarme en favor de otro filósofo de cincuenta años, pero bobo y defensor del capitalismo, diría: que se muera él, porque hace más daño que yo. No todos los viejos son pellejos, y por ende resulta no universalizable la posición de mi muy admirado Enrique Bonete.

No sé si por esta opinión mereceré ser considerado moralmente ciego según el famoso lack of moral sense, pero al menos no me gustaría el frecuente lack of cognitive sense, a saber: la ignorancia de que la ausencia tan notable de instrumentos de sanación para curar a todos los que se pueda, jóvenes o viejos, tiene mucho que ver –tiene todo que ver– con la injusticia social de este mundo inmundo donde unos mueren a costa de otros. Por tanto, al menos a mí esto de “dejar los respiradores para aquellos que tienen más posibilidades de sobrevivir y de continuar durante más tiempo” me sigue sonando al peor utilitarismo, a pesar de su momentito de buen corazón, como dijera Hegel. Lo cual no impide que venere a Maximiliano Kolbe, uno de mis santos favoritos, faltaría más.

Este es mi tirón de ojeras, ya sabes que soy así, muy querido Enrique: la ética ha de servir de arma de la revolución, hay que salir a la calle para reclamar una posible mejor vida en los hospitales. Sin un orden social nuevo solo tendremos una ética sobrepasada, no pauperónoma sino pauperista, y unos hospitales al servicio de los que mejor ventilen, tanto que con su hiperventilación se ventilan a todos.

Muy agradecido por tus reflexiones, hermano.

Carlos Díaz

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