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Shemá Israel - Carlos Díaz

Si existen dos palabras inevitables en la historia de la humanidad, ellas son sin la menor duda bueno y malo. Ninguna otra palabra ha nacido, ninguna otra ha vivido, ninguna otra ha peleado con más fragor y estruendo. Cuando la filosofía ha pretendido negarlas no ha sabido hacer otra cosa que reemplazarlas y, al final el pueblo ha dado su espalda a los nihilistas. Individuos y naciones hacemos el mal, pero defendemos el bien y defendemos el bien haciendo el mal, he ahí la derrota del escepticismo. Por algún inconfesable motivo que la psicología trata de explicar, los que tendemos a ser y somos malos nos ponemos la máscara de buenos. En general, los buenos son tildados de tontos, pero los malos acarrean desgracia. Para los buenos se pide recompensa, para los malos infierno. Ser malo es reprobado y reprobable, pero en ese terreno no son todos los que están, ni están todos los que son.

Que los malos triunfen en este mundo, aunque hagan daño y que gocen como resultado de sus tropelías de eterna beatitud es algo que ni antes ni después de Kant se ha tenido la osadía de defender con la cara alta. En realidad, hasta los malos quieren la felicidad, entendida como lo que es bueno para ellos. Cuando Robinsón encuentra al fin su isla evitando el Covid-19 resultante del contagio con otros congéneres se encuentra feliz como una perdiz, y en eso en algo parecido al Creador cuando vio que aquello que había creado era bueno.

Bonum faciendum, male vitandum, hacer el bien y evitar el mal constituye la regla áurea del comportamiento humano; incluso cuando el malo malea siente que eso constituye el bien que anhela. No sigo a Sócrates en su afirmación de que sólo el ignorante se equivoca cuando hace el mal, antes al contrario, para el maligno el mal constituye su más preciado bien. Al final, el gato moral siempre cae de pie, porque siempre quiere el bien, aunque sea rebanando la garganta de los otros.

Nunca supe por qué extraña tendencia bueno y malo constituyen el Cástor y Pólux de la gramática humana, pero entre ellos existe una imantación extraordinariamente profunda sólo comparable con la repulsión que al mismo tiempo sienten entre sí. Cuando a veces exploro mi propio ser bifaz me siento como desgarrado y de algún modo desgarrador de mis criaturas, un poco al modo de Jack el destripador, si me descuido. Quien no siente ese miedo a ser malo (sin neurosis de reactividad) se expone a caer en el abismo del mal.

Todo ello me lleva a sentir bueno y malo como algo más íntimo que mi propia intimidad, y sólo un tarado existencial, un sociópata irrefrenable, ha podido postularse como enemigo del bien y del mal y amigo del más allá de bueno y malo. De hecho, la otra parte de su alma se compadecerá del caballo herido y le limpiará solícitamente sus lágrimas con el pañuelo de seda en el que estaban grabadas sus iniciales, B y M, bueno y malo, simul iustus et peccator.

Siento, en definitiva, y de principio a fin, la magnitud del cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral dentro de mi pecho como los dos ejes de mi existencia que sostienen en vilo la llamada a la infinitud de mi propia alma. Por eso quiero ¡con toda mi alma! contribuir a la infinitización del prójimo como de mí mismo y me encanta el Shemá Israel que el judío recita dos veces al día, en el oficio de la mañana y en el de la tarde: «Oye, Israel, el Señor nuestro Dios es Señor Único. ¡Bendito sea un Nombre por siempre jamás! Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón todos estos preceptos que yo te doy. Enséñaselos a tus hijos y, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos para que te sirvan de señal; póntelos en la frente, entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas»1.

1 Dt, 6, 4-9.