COVID19: Gallinavirus - Carlos Díaz

No pocas de las personas sexagenarias, septuagenarias y octogenarias, a las cuales oigo por sobre las mascarillas mientras paseo durante mi hora reglamentaria, comentan: a) «¡Anda que nos la han liado buena con los virus!». b) «¡Esta sí vamos a pasarla, pero la próxima ya no la pasamos!». La primera de ellas revela el carácter conspiranoico de las gentes de mi barrio, según las cuales hay que echar la culpa a alguien. Así como el caballo Bucéfalo se espantaba por sus propias sombras, o los niños pequeños creen que el sol gira en torno a ellos cada vez que se mueven, así también alguien conspira contra mí con la aviesa intención de matarme. Al menos ya estoy en el centro del drama, soy protagonista, y de algo puedo ufanarme, mi vida no está tan vacía. La segunda es aún mejor si cabe, pues ahora tenemos ochenta años y aún nos pilla jóvenes, pero la próxima vez –cuando tengamos cien– no va a quedar ni Zerristaco para lamentarse, no hay derecho que no dejen a las guapas llevar flores en los pechos.

Por otro lado, este así llamado coronavirus cada vez va pareciéndose más a una gripe aviar, a un gallinavirus que está dejando a muchas personas con su culo de pollo o de gallina al aire, y de este modo evidenciando la gran proximidad genética existente entre los presuntos héroes humanos y las cobardes gallinas. No al orangután ni al Gran Simio nos parecemos, sino a la Gran Gallinácea.

Otra enorme lección que el gallinavirus nos regala es la suma incoherencia de los santos padres del ecologismo beato que, apelando a la democrática dignidad de la naturaleza, han estado postulando un perro antes que un hijo. Ahora bien, visto lo visto, ¿no deberían los animalistas supremacistas organizar luchas libres, sin bozales ni mascarillas humanas frente a las embestidas de los afilados cuernos víricos para que venciese la naturaleza superior? ¿Por qué ahora se viene abajo la arrogancia biologista? Si la naturaleza era tan sabia y tan buena, ¿por qué temer tanto a los virus?

Y, si el desgraciado hombre viejo no era otra cosa que un pedo en vías de disolución, según querían posthumanistas y transhumanistas1, ¿por qué echarse atrás ahora que ha venido el lobo, señoras y señores galli/na/víricos? Acepten su propio lema, homo homini virus, y fin de la historia. Disuélvanse. Caigan noblemente rindiendo tributo a los virus más poderosos, no se empecinen en sobrevivirlos golpeándolos por la espalda. Déjenlos, pues, vivir; son unos animalitos inteligentísimos siempre atentos a empatizar contigo, a darte compañía sin que te aburras gracias a su increíble capacidad de mutación: nunca te acostarás dos veces con el mismo virus.

Y deja que se organicen políticamente. Ellos tienen todo el futuro del mundo: ¡vivan las Nuevas Generaciones Virusianas! Bastaría con elegir un nuevo Parlamento presidido por un Gobierno de protovirus verdaderamente virtuosos (PVV) de derechas o de izquierdas, eso será lo de menos, un Gobierno Alfa Machihembrado, con su Defensor del Pueblo Deuterovírico y su Oficina Burovírica bien provista de tecnologías. Al final va a ser que sí, que la culpa la tienen los virus chinos: «La gente de allí no tiene ídolos ni iglesias. Adoran al más anciano de la casa, diciendo: “De éste procedemos”. No tienen alfabeto ni escritura, cosa que no es sorprendente teniendo en cuenta que se trata de un lugar muy abrupto, adonde en verano no se puede ir de ninguna manera, por culpa de un aire tan corrompido que ningún forastero puede soportar. Cuando tienen entre manos un trato, hacen una tablilla de madera con incisiones y cada uno se queda con una mitad; y al saldar la deuda, el deudor recupera la segunda mitad. En ninguna de estas provincias (Yunnan, Baoshan, Kunming) hay médicos. Cuando alguien enferma, mandan llamar a sus magos y hechiceros. Éstos acuden a ver al enfermo, escuchan sus explicaciones y a continuación tocan sus instrumentos, cantan y bailan. Después de danzar un rato, uno de los hechiceros cae al suelo echando espuma por la boca y se desmaya, mientras el diablo le entra en el cuerpo. Se queda así, como muerto, mucho rato. Los otros hechiceros le preguntan cuál es el mal del enfermo y a qué es debido. Él responde que tiene tal cosa, y que la causa es que disgustó a algún espíritu. Entonces los hechiceros dicen: “Te rogamos que le perdones y tomes”»2.

1 Díaz, C: Temor de hombre. Ed. Mounier, Madrid, 2019.

2 Marco Polo: Libro de las maravillas del mundo. Ed Luminaria, Buenos Aires, 2006, p. 76.