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Réquiem por el ayer - Carlos Díaz

Contaba no hace mucho en mis Memorias de un escritor transfronterizo1 que durante toda mi vida me he sentido bien en el terreno de la ética social, y que incluso me hubiera encantado participar en la vida política institucional, pero también me ha ido enseñando la realidad que esto segundo iba a estarme vedado, ya sea por el sesgo de la política institucional europea, y más en concreto en el país en el que nací, ya sea por el sesgo de mi propia forma de ver la ética social. No encajo en ninguno de los árboles de Linneo, y ni siquiera soy capaz de dar saltos del uno al otro como un verdadero Tarzán. Más bien me ha tocado vivir al pie de los árboles y caminar umbrátilmente entre la umbría humedad de las setas. A veces seta venenosa, a veces benéfica y sabrosa, así van mi escritura y mi realidad, pero ya digo que esta es una situación residual que me displace. De hecho, no sé si el anarquista sin pistolas que soy tendría asiento en un parlamento en el que se defienden mientras se atacan y se atacan mientras se defienden unos y otros políticos unidos por el mismo cordón umbilical que les nutre.

A veces me imagino sentado en el banco azul, junto a los príncipes que en cada momento asientan sus muelles posaderas gobernando, regobernando y desgobernando. ¿Cómo sería mi actitud en esos monumentos, en qué estaría pensando yo durante las sesiones parlamentarias, acaso dormido o tal vez durmiendo, que no son lo mismo según Camilo José de Cela? Cuando estudié el diplomado superior de sociología política en lo que hoy es el Senado, siempre me detenía en el corredor de los pasos perdidos delante del busto de don Julián Besteiro, sobre el que llegué a escribir un libro lleno de respeto2. Que un anarquista como yo haya escrito un libro sobre un hombre culto, político, honrado, y con ideas y vivencias como las que él defendía me pareció algo hermoso ayer e incluso me lo sigue pareciendo hoy, incluso desde el punto de vista de la mera razón dialógica.

El caso es que no me imagino demasiado cuál sería mi actitud de haberme sentado en la bancada de las derechas políticas, pero seguramente habría aguantado allí muy poco, lo menos posible, por el simple hecho de que su olor a colonia de garrafón me marea un poco. Un día, mientras cursaba yo, un auténtico alfeñique, el bachillerato, fui a examinarme como alumno libre en la Escuela Normal de Maestros de Ciudad Real, pues mi familia residía en el pueblo minero de Puertollano, actualmente muy venido a menos, cuando de repente el profesor de Religión católica, materia de obligado examen, me preguntó a boca de jarro: «¿Se puede bautizar a los niños con Colonia?». A la vista de mi perplejidad, y mientras buscaba yo aire teológico a bocanadas cual pececillo boquiabierto atrapado en la red del pescador, él mismo me salvó de la campana –apiadado de mi tierna condición y manifiesta ignorancia– con aire picarón: «Hombre de Dios, en Colonia, que es una ciudad alemana, sí se puede bautizar». Y al frente con el fusil. Desde entonces no he vuelto a tener totalmente clara la diferencia entre las preposiciones en y con, a pesar de mi aprecio por la gramática generativa. Tampoco sé si fue ese el origen de mi defección intelectual del banco de los azules curules, o el ya mencionado olorcillo de su colonia de garrafón.

¿Y cuál sería mi actitud y mi gesto si hoy estuviera sentado en la bancada de izquierdas? No, no me imagino bancada alguna de izquierdas, sino manada, machada, yeguada y de género confuso. La izquierda no posee banquillo propio, son una casta, no un partido; además, cada uno de sus castos ángeles agota la especie, ya que no tienen bastante con el género. Por si fuera poco, en cada una de sus Iglesias, unos son de Pablo y otros son de Manuela. En estas condiciones no me imagino abriendo el pico y haciendo cultas referencias a Cicerón, a Séneca, o a Kant, no fueran a incrustarme una clava por la espalda, a obligarme a abrir las venas, o a reescribir a Gonzalo de Berceo con sus tres versiones, masculina, femenina, y neutra, en vista de la pluralidad divergente de sus escrituras. No, yo ya estoy demasiado mayorcito y tampoco me apetece pasar mi tiempo en a la sastrería a cada rato para cambiar jersey por camisa y, pronto, corbata por pajarita, todo ello a cargo de la partida destinada a fondos de reptiles del Estado, pajaritos por acá, pajaritos por allá.

La verdad es que soy un bicho raro, y tampoco con los apolíticos de toda la vida voy ni al urinario, aunque sea de oro y se la cojan con papel de fumar. Además, ya se acabó el Caldo de Gallina y el Papel de fumar Bambú, y hay que liarla de otro modo. A ver si un día de estos despierto de la pesadilla y encuentro ya de una vez mi lugar político, la noche es joven.

Mientras tanto, sólo me queda la nostalgia de los luceros, de las estrellas, de las sierras de Mariola, y el tremolar de mi banderita en aquel campamento malagueño juvenil Vigil de Quiñones, mi primer viaje fuera de Puertollano gracias a la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. En aquel oasis, en el cual fui nombrado jefe de mi tienda de campaña, la fragancia de los grandes pinares y la proximidad del mar me iniciaron ritualmente por vez primera en el horizonte de lo transfinito. Desde entonces ningún pinar olió con tanta fragancia, ninguna caracola marina me devolvió el rumor de las olas, ni yo volví a ser el que quería ser. Qué pena, tener marido y no tener cena. Desde entonces vivo en una delgada arista.

1 Ed. Mounier, Madrid, 2020.

2 Besteiro, el socialismo en libertad. Editorial Silos, Valladolid, 1986, con un curioso prólogo de Enrique Tierno Galván.