COVID19: En una delgada arista - Carlos Díaz

Existe en la ciudad de México, camino a mi casa desde el aeropuerto, una vía rápida que se denomina Avenida de los mil metros, que es la distancia que en total habré caminado (no mucho más) durante los más de cincuenta días de reclusión en Madrid en tiempo de la feroz dictadura del General Coronavirus. Durante ese tiempo, atrincherado, agazapado, defendido, he redactado a bote pronto aproximadamente quinientas páginas, lo que –si Pitágoras no me falla– casi me sale a cuatro metros por página, medida de mi rendimiento de ahora en adelante, habiendo leído unas cinco mil. Con esas medidas tendrán ustedes una idea aproximada de quién he llegado a ser, pues fuera de ese círculo ya apenas salgo, y casi nada sé quién, ni si soy. Creo que he mutado y que a partir de ahora me encuentro siendo un sí mismo como otro, razón por la cual, en adelante, y si Fortuna adiuvat, es decir, con permiso de la autoridad competente, escribiré de otro modo.

Habiéndome, pues, convertido en hombre-resma después de no haberme conformado con ser un hombre-res ni un hombre-cua-resma, o quizá como resultado de ello, cualquier sastre medirá mi abdomen por el número de libros publicados, más de trescientos al fin, contando con los tres últimos, paridos precisamente en este encierro: ser padre y madre de tres nuevas criaturas en menos de dos meses merece algún respeto, razón por la cual este abdominalmente voluminoso Buda se alegra. La trilogía en cuestión En las cimas de la desesperación, Estos días llenos de noches, y De otro modo, están siendo publicados en la editorial Sinergia de Guatemala, mi actual refugio literario, donde llevo ya cerca de treinta libros publicados, con mi máxima gratitud por cada uno de ellos.

Pensar de otro modo, escribir de otro modo y vivir de otro modo exige otear la vida desde las cimas de la desesperación, pero de otro modo, es decir, con esperanza, llenando de noches los días y los días de noches como meritorio aprendiz de demiurgo. Así que, en el filo de la sabiduría y la locura, en la delgada arista de la vida y de la muerte, he plantado mi tienda, lugar resbaloso porque cualquier resbalón puede concluir con la caída en el vacío.

Así he llegado a percibirme como un Leviatán con pies de barro y lengua balbuciente, o un mecano mal ajustado y peor atornillado. Los autores en mí siempre subyacentes sobre la identidad e inidentidad del ser humano han prestado una vez más su voz a mi palabra. Tomen a Giovanni Papini (Gog, El espejo que huye), Italo Calvino y Miguel de Unamuno, pónganle unas gotitas de Miguel de Cervantes, y agítese antes de beberlo: ahí les saldrá Carlos Díaz, directamente emanado de la lámpara de Aladino. Si no es mucho presumir, claro, que ahora me parece que sí que lo es.

Poco a poco he ido acostumbrándome a desplegar esa frágil tienda de campaña en cualquier lugar, no siendo el peor de los mismos el alero de la finitud abierta a su fundamento, al modo como Italo Calvino lo intenta en su fantástica trilogía I nostri antenati, nuestros antepasados, con sus correspondientes tres joyas, El caballero inexistente, El vizconde demediado, y El barón rampante, tres obras maestras sobre la identidad humana. La primera versa sobre un caballero de Carlomagno, el mejor de todos, que no existiendo brilla sin embargo «con fuerza de voluntad y fe en nuestra santa causa», y que a mí me da mucho que pensar. La segunda obra versa sobre la dualidad que se alberga en un solo caballero dimezzato, partido por la mitad en un combate amoroso, con los subsiguientes esfuerzos por reganar la unidad perdida. Y la tercera, a la que quiero referirme para esta ocasión, El barón rampante, es la historia que comienza cuando Cósimo se sube a los árboles y promete nunca más volver a pisar el suelo, como así lo hizo. Cósimo crea su propia casa sobre los árboles y consigue comida mediante la caza de animales, y además crea su propia ropa con las pieles de estos mismos, siendo tanta su fama que, hasta el Emperador, si mal no recuerdo, acude a visitarle.

Traigo a colación a este barón rampante porque lo que comenzó siendo en Italo Calvino una delgada arista, creció con tanta firmeza y determinación que acabó constituyendo una ciudad altísima, una acrópolis incendiada. Claro está que Cósimo no buscó perder el referente terrenal, lejos de él cualquier evasionismo; en lugar de andarse por las ramas, hizo patria de la arista para desde allí mirar también al cielo. Y eso es lo que, sin comparación ni pretensión alguna han querido ser estos tres libros míos sobre el filo de la navaja. En ellos mis volátiles ideas se desplazan de árbol en árbol como Tarzán en taparrabos y gritando como el resto de sus compañeros de la selva, quizá porque no encontraba selva mejor. Aunque me temo que ya no estoy para tantas acrobacias, ni desde luego tan musculado como él. Y aunque me quede en el cero pese a mi deseo de alcanzar el infinito, un hombre que es de otro modo quiere siempre ser aún más de otro modo.

Pero no nos vayamos por las ramas.