COVID19: Un virus deleznable (Diario de campaña 9) - Benito Estrella

XVII

En el recuerdo estás tal como estabas
Juan Ramón Jiménez

Otro día más de muertes que se añaden a otras muertes, extraña contabilidad macabra que parece contentarnos con el hecho de que bajen un poco los números del debe. Muertes sobre todo de ancianos, hombres y mujeres que vivían ya confinados, en residencias, víctimas de fortuitas eutanasias sobre las que algunos ya insinúan también sus cuentas, lo que se ahorrará —¿quién, quiénes?— en gastos sanitarios y en pensiones. Su confinamiento no ha servido para aislarlos del virus, sino para ponerle en bandeja toda una carnicería. Leyendo las estadísticas, para que no se me olvide que se trata de vidas humanas y no de números, me he acordado de mi abuelo materno, Joaquín Pavo, maestro carpintero, para mí uno de los hombres más honrados y libres, sencillo, bueno valiente y sensible que he conocido y al que guardo una profunda admiración y cariño. Recuerdo con enorme agradecimiento una infancia vivida muy cerca de su amparo y de su ejemplo.

Me viene a la memoria muy nítidamente su figura de un día que estaba sentado en las gradas de piedra de la entrada a la iglesia de mi pueblo natal. Su piel, ya vieja y pálida, como la luz del invierno, absorbiendo las gotas del sol tibio de la tarde. La chaqueta y la gorra de pana negra espolvoreadas de serrín. El cuello abrochado de la camisa. La mirada de sus ojos claros perdida en la comba de su meditación, de su oración tal vez, mirando quién sabe qué. En sus labios, la esbozada sonrisa de alguna ausencia o presencia secreta.

—Con Dios, maestro— dice alguien que atraviesa la plaza silenciosa.

—Con Dios— responde mi abuelo ensimismado.

En medio del confinamiento, de la enfermedad y la muerte de esta pandemia, me reconforta este vivo recuerdo. Hay en él melancolía, pero también una grácil levedad que me refresca el corazón como el tierno rocío de la mañana lava los malos sueños de la noche. Pues hoy sé mejor que ayer que aquella presencia suya en medio de la tarde y de la plaza solitaria, corroborando el centenario y sencillo templo en cuya entrada estaba sentado, por encima del tiempo y el espacio que ocupamos en nuestra ruidosa y convencional rutina del bienestar de hoy, es ahora más real, más vívida que todo cuanto me cerca ahí fuera urdido como un mal sueño.

Y para que no se apaguen o se duerman mis recuerdos más puros, vigilo mi corazón; para que no se eleve la sombra de un humo triunfante sobre el pálido rescoldo y el frío que viene me empuje hasta los montes con el filo del hacha insatisfecho: «Árboles abolidos, / volveréis a brillar / al sol. Olmos sonoros, / altos álamos, lentas encinas, / olivo en paz, / árboles de una patria árida y triste, / entrad, / a pie desnudo en el arroyo claro, / fuente serena de la libertad» (Blas de Otero).

Y ya que en este ahora no ha sido todavía lo que lo que tiene que ser, dando ya cuenta de los días vividos, rebusco lo que hay de más verdad en mi memoria. Y la ceniza aviento, la badila en la mano, soplando tenazmente en la brasa, quizá todavía viva.

Mi abuelo murió con ochenta y seis años de una gripe que se complicó en neumonía. Dos días antes de morir llamó a mi madre y le dijo:

—Mira, Ramona, no quiero que me llevéis al hospital. Que don Miguel [el médico del pueblo] me mande lo que sea y yo me lo tomo y que sea lo que Dios quiera. Quiero morirme en mi casa.