«Vengo de la romería / del Corazón de Jesús / y traigo una borrachera / que a Dios le digo de tú» - Carlos Díaz

Existen en el hinduismo cuatro formas de persuasión. Bheda consiste en tratar de estimular a alguien para que sea mejor comparándolo con una persona superior a él. Shama es la persuasión mediante bellas palabras. Dama trata de ganarse a alguien mediante obsequios. Danda es el método de corrección mediante el castigo, el cual se ha de adoptar cuando los tres anteriores no han surtido efecto. Aunque la moda de los discípulos de Rousseau, que todavía siguen en Belén con los pastorcillos, rechace la corrección y el castigo, vivir es corregir, y corregir es persuadir, e incluso castigar, es decir, obligar a rectificar en la medida en que el sujeto se deje corregir, si bien hay elementos incorregibles y castigos inusitables.

Vivir, decía, es corregir, y ello en el doble sentido del término: primero corregir, rectificar, hacer lo recto o correcto y, luego, regir juntos, co-regir. Y también en el sentido doble de corregir al otro como a sí mismo y a sí mismo como al otro, a pesar de las disimetrías, pues todos tenemos algo que corregir. Aunque demasiados docentes indecentes aún no parezcan haberse enterado de ello, esta función corresponde a todos y es multipolar, no reservada a nadie en particular. Se acabó la Escuela de mandos José Antonio, aunque la tentación de volver la grupa hacia todo aquello siempre recidiva.

Por mi parte yo soy de los corregidores, aunque no de esos corregidores palaciegos ni de aquellos otros corregidores de Indias. Siempre lo hice con gusto cuando tenía que corregir exámenes, aunque con excesiva benevolencia, pues por ahí deben andar gentes a las que aprobé sin deber pensando que la sociedad los corregiría, craso error porque los demás docentes pensaron lo mismo y el resultado es el de una sociedad incorregible. En realidad, la gente adolescente practica el ‘me encantan mis errores’, el olor de los pedos de mi culo.

En mi escala yo pondría en último lugar a Danda, por encima de ella a Dama, por encima de ella a Shama, y arriba a Bheda, aunque algunos se creen dioses mayores que sólo necesitan mandar sin corregirse: mandar a otros sin obedecer a nadie. Si ellos y ellas fueran el Dios verdadero, bueno estaría, pero si son tan villanos como yo y tan necesitados de mejora correctiva, su terapia narcisista no me serviría sino para aumentar mi condición de vicioso.

En las escuelas hindúes el maestro tiene mucho de gurú y es honorado y respetado, hasta el punto de tener el privilegio de pedir cualquier cosa a su alumno, siendo el deber del estudiante llevar a cabo el deseo de su maestro. De haber sido gurudakshina o maestro-gurú, permíteme una pregunta indiscreta: ¿la recompensa que como tal pedirías tú para ti hubiera sido una de las pastoras que cuidaban las vacas en la villa de Gokula, todas ellas locas de amor por Krishna? No, desde luego que no, si hubieras sino un maestro/gurú/asceta. En ese caso no sólo serías bhakta o devoto, sino un rishi, un verdadero creyente, alguien que ha renunciado al mundo y vive como un asceta siendo más que un simple asceta, porque ha realizado tantas penitencias con tanta austeridad, que su elevación espiritual es gigantesca, por lo que los dioses mismos los consideraban iguales a ellos, e incluso superiores. De hecho, los rishis son los videntes del mundo que aconsejando a los humanos corrigen el curso de la humanidad.

Y eso a pesar de los sueldos casi miserables. Los sueldos miserables son para los grandes maestros, a cambio de una vida gloriosa, y eso en cualquier civilización: «Los educadores no son de la hez de los hombres inútiles para otra cosa, sino lo más selecto de los ciudadanos. Son de edad madura y destacan por estas cuatro virtudes: autoridad, integridad, trabajo y liberalidad. Porque, si no tienen ascendiente sobre sus alumnos y oyentes, no gozan de público aprecio; si no preceden a los demás en piedad para con Dios, en bondad para con el prójimo, en fortaleza y templanza para consigo mismos y les van enseñando la virtud; si en la enseñanza y educación no muestran habilidad, sagacidad, y la máxima penetración y discernimiento de actitudes, no podrán con razón apercibir a los otros para que no arrojen frívolamente los gérmenes e impulsos más nobles de la juventud a unos hombres que son de lo más vil, de lo más vicioso, de lo más desabrido sólo porque les contratan por un salario mínimo»1. Esa gente, como me recordaba Manolo Pecellín, es carne de ebriedad: «Vengo de la romería / del Corazón de Jesús / y traigo una borrachera / que a Dios le digo de tú».

1 Andreae, J-V: Cristianópolis. Ed. Ayuso, Madrid, 1996, p. 172.