El encuentro pascual - Joaquín Tapia

EL ENCUENTRO PASCUAL CON EL HIJO DE DIOS RESUCITADO CAMBIA NUESTRA VIDA DE DISCÍPULOS

El cristiano, que es verdadero discípulo de Jesús de Nazaret, nunca puede conformarse con decir en abstracto ‘creo en Dios’ o ‘yo sé que Dios existe’. Ante Dios los cristianos no vemos algo ‘abstracto’ e inaccesible. El discípulo que se ha encontrado cara a cara con el Señor Resucitado está invitado a más. A mucho más. Para eso está precisamente la celebración de todo el tiempo pascual.

El discípulo del Nazareno recibe la fuerza necesaria para cumplir con aquella invitación que resuena en nuestros oídos desde el día primero de Pascua: ‘id a Galilea y allí me veréis’. Y luego, como buenos y fieles discípulos, hemos de actuar en consecuencia de lo que nos dice ese Señor Jesús. Por eso todo cristiano debe testimoniar con su comunión y con su estilo de vida conforme al de Jesús de Nazaret que conoce personalmente a ese Hijo de Dios. Jesús de Nazaret es el Hijo del Padre que ahora actúa en nosotros por el Espíritu Santo. Esta es la gran lección de estos días de Pascua. El Resucitado nos invita a reconocerle vivo como lo que es: como nuestro Evangelio, como la única verdadera Buena Noticia destinada a alcanzar la salvación de todo hombre.

En la memoria actualizada de su Palabra dicha ‘en Galilea’ y que conserva la Iglesia; ahí está Jesús mismo hablándonos. En el Pan roto y partido ‘de Galilea’ hasta la última cena, en los caminos históricos que finalizaron en la cruz del Gólgota; ahí está Jesús intentando persuadirnos para que nos incorporemos a su Cuerpo eclesial que también hoy está en camino y peregrinación hacia su última venida. En la vida de servicio, en la lucha contra la pobreza y la injusticia que mortifican a los hermanos más pobres y vulnerables; también ahí está Jesús dándonos ánimo para que sigamos sus mismos pasos y pisemos en sus mismas huellas.

El tiempo litúrgico de la Pascua no terminará bien si no actuamos desde la comunión vida y en la misión apostólica recibidas del mismo Hijo de Dios. No nos bastan con celebraciones más o menos formales. Se necesita que pisemos en las mismas huellas del Hijo Encarnado. Es decir: la Pascua es invitación fascinante al seguimiento de Nuestro Señor Jesucristo que nos precede y va a la cabeza de nuestra fraternidad eclesial.

Por aquí –como no podía ser de otra manera– van también las lecturas que corresponden a este sexto domingo de Pascua. Las escuchamos y las meditamos sabiendo que Jesús de Nazaret no les dio a los suyos una clase teórica de teología para que luego ellos la aplicaran a su vida. Jesús de Nazaret, como manifestación del ‘rostro’ misericordioso de Dios, pasó por la muerte en cruz para que –una vez Resucitado– inhabite en nosotros dándonos la fuerza de su Espíritu Santo. Ese Espíritu también este año 2020 oteamos que está ya en el horizonte próximo de Pentecostés. En el Espíritu de Jesús reside nuestra auténtica fuerza frente al mundo de intereses encontrados, frente al miedo, o frente a la cobardía que en tantas ocasiones parece invadirnos restándonos el coraje necesario para ser todos auténticos testigos y apóstoles de la fe en Cristo.

Efectivamente, no lo olvidemos: ¡tenemos la fuerza del Espíritu mismo de Jesús! ¿Qué más podemos querer?

Meditémoslo y contemplémoslo en este domingo con auténtica pasión misionera. Fijaos: la debilidad de Pedro y de los demás apóstoles que se sintieron hundidos ante el hecho de la cruz, ahora se convierte en fortaleza frente a cuantos les rodean y frente al mundo fríamente calculador e interesado. Pedro, Juan y Felipe no parecen los mismos que se escaparon y dejaron solo al Maestro cuando llegó el momento de la cruz. Leámoslo despacio: “Felipe bajó a la ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. El gentío unánimemente escuchaba con atención lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría. Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo… Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”.

Así nació la Iglesia. En los propios signos evangélicos que hacían los apóstoles –es decir: en todos los creyentes– por la fuerza del Espíritu Santo brotó una nueva comunidad de comunidades por medio del Bautismo. La pregunta ‘maliciosa’ puede ser esta: ¿Hoy no somos suficientemente valientes y nos faltan esos ‘signos misioneros’ de los que se nos habla en esta lectura y por eso no ‘llenamos de alegría la ciudad’? Pensémoslo. Revisemos la hondura de nuestra fe eclesial. Debemos confesar humildemente que quizás hay falta de coraje en la vivencia y en el testimonio que damos del Dios verdadero. Decimos creer, sí; pero nos falta valentía para fiarnos de Aquel en quien creemos, en quien nos movemos y por quien existimos. Nos falta valentía para demostrar que creer es ser testigos de las obras y de las palabras de Jesús de Nazaret.

Nunca han faltado las dificultades para vivir la fe. El Resucitado no olvida nunca, ni deja atrás su cruz. Al contrario, ilumina y da más sentido a esa cruz propia cuando la comparte con nosotros. El débil cuerpo de su comunidad eclesial sufriente encuentra sólo en Él la fuerza necesaria para superar todos los obstáculos. Es S. Pedro quien así nos lo recuerda este domingo en la segunda lectura: “que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo. Pues es mejor sufrir haciendo el bien, si así lo quiere Dios, que sufrir haciendo el mal. Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios. Muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu”. No puede ser –de ninguna manera– que el mismo Resucitado nos quiera distanciados de lo que fue su camino; del camino que Él mismo quiso recorrer en favor nuestro.

La respuesta concreta a las muchas dificultades que se nos puedan plantear ante todo esto se halla en la lectura del evangelio de S. Juan que corresponde también a este domingo. “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros”.

Está clarísimo: dejémonos llenar del abrazo de Dios en su Hijo Jesucristo para salvar a la humanidad entera. No estamos solos. Tenemos su fuerza. Jesús de Nazaret ha resucitado y va con nosotros colocado a nuestra cabeza.

¡Ánimo!
¡Valentía y atrevimiento apostólicos!
¡Fidelidad al camino de Jesús que siempre va en favor de los más necesitados!

Joaquín Tapia, sacerdote