COVID19: Un virus deleznable (Diario de campaña 11) - Benito Estrella

"XIX

Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor…

(ROMANCE DEL PRISIONERO)

Ya es pleno mayo florido y nos han dicho que hay que salir al recreo todos los días un ratito. Así lo hacemos, pues los viejos fuimos enseñados a ser obedientes. Pero no podemos evitar hacerlo con mucho recelo y desconfianza, pues el maestro de escuela que ahora tenemos nos ha engañado demasiadas veces.

Hay discusiones de todo tipo acerca de si este gobierno lo está haciendo bien o mal. Otro gobierno ¿lo haría mejor o peor? Vana discusión. No tenemos otro gobierno que el que tenemos y este es, por tanto, quien debe ser obedecido; pero por eso mismo es también el que debe ser juzgado y recibir las críticas de los ciudadanos. Porque sabe mandar quien sabe apoyarse en lo que dicen y hacen sus mandados. Saber mandar el que sabe decir ‘hacedlo’ y sabe decir también, humildemente, ‘vosotros lo habéis hecho’, yo no. Y nada se atribuye porque sabe que nada de lo que administra es suyo. Sabe mandar quien sabe dar ejemplo. Pues «nada más hay más fácil que la imitación, ni nada más natural que la obediencia, cuando el que reprocha es irreprochable, el que enseña está bien enseñado, y el que manda es la norma misma» (J.V. Andreae).

Cuando hay alguien que posee el carisma del mando, algo pasa en el mundo en su presencia, pues tiene una autoridad que va más allá de lo representativo. Y nadie, ningún asesor, ninguna técnica de manipulación masas, ninguna astucia táctica o estratégica, sabrá decirnos qué es eso que tiene, pues esa autoridad, esa presencia, viene de otro lado.

El que sabe mandar se prueba en las dificultades. El que sabe mandar es el que cuenta de manera leal, franca y abierta con todos, sin ocultar su propia responsabilidad en los demás.

Y no se trata, repito, de si esto que se ha hecho está bien o mal, si se ha debido hacer así o de otra manera, si se actuado a tiempo o a destiempo, si hay plan o improvisación… En una situación como esta lo más probable es que cualquier gobierno hubiera reaccionado más o menos del mismo modo, pues ni contábamos con la prevención adecuada ante una pandemia de este tipo ni, sobre todo, con la autoridad carismática que exigía la situación. Una situación que no es puramente científica, biológica, técnica, sino que está infectada también del factor humano, con todo lo que ello conlleva.

La cuestión, por el contrario, es para mí es otra: en una situación compleja, difícil, dramática, como la que estamos viviendo, los ciudadanos tienen que confiar plenamente en su gobierno, en las decisiones que ha de tomar. Para todos, pues el virus no distingue entre hombres y mujeres, entre vascos y andaluces, entre negros y blancos, entre los que lo han votado y los que no. Este es el primer problema; el segundo, la absoluta falta de veracidad y lealtad del presidente de este gobierno, el que tenemos, con extraños y hasta con propios. ¿Cómo podemos confiar en un gobierno que ha mentido con tanta profusión y desparpajo con su jefe a la cabeza? Y esto no es una opinión, está todo grabado. ¿Y cómo se puede confiar en que cumplirá su palabra a la hora de hacer los pactos que irremediablemente tendrá que hacer y hace y en base a qué intereses? Uno quisiera confiar, necesita hacerlo, lo necesitamos todos; pero no podemos evitar que en cuanto se nos dice surja siempre la sospecha sobre el interés particular, estratégico o táctico, de las decisiones. No todos los políticos son iguales, ni todos los socialistas son iguales. Pero por rentable que pudiera parecer esta estrategia del engaño, la mentira y el trapicheo en términos electorales, no deberíamos consentirla, ni los de un lado ni los del otro, si no queremos caer en una degeneración total de la vida social. Este es el compromiso político que exigen las circunstancias y no la defensa a ultranza de los míos, estén en el gobierno o en la oposición.

Toda la eficacia de la propaganda en manos del poder se basa en estas dos herramientas clásicas: el confesionario y el púlpito. De ahí que algunos manifiesten claramente sus preferencias gubernamentales: el CNI y la televisión. Saber de qué pie cojea la gente y dirigirlos en función de sus cojeras. Es el Gran Animal del que ya hablaba Platón, que tenía vocación de dictador en virtud de la corrupción de la democracia ateniense, cuyo gobierno asesinó a su maestro Sócrates por hablar mal del gobierno. Aunque sea un poco largo, cito textualmente lo que dice Platón en La República sobre el Gran Animal, pues me parece muy pertinente para este momento:

«Figúrate un hombre que hubiese observado los movimientos instintivos y los apetitos de un animal grande y robusto, el punto por el que se podrá aproximar a él y tocarle, cuándo y por qué se enfurece o se aplaca, qué voz produce en cada ocasión, y qué tono de la del hombre le apacigua o le irrita, y que, después de haber aprendido todo esto con el tiempo y la experiencia, formase una ciencia que se pusiese enseñar, sin servirse, por otra parte, de ninguna regla para discernir lo que en estos hábitos y apetitos es honesto, bueno y justo, de lo que es vergonzoso, malo e injusto; conformándose en sus juicios con el instinto del animal, llamando bien a todo lo que le halaga y causa placer, mal a o todo lo que le irrita; justo y bello a todo lo que satisface las necesidades de la naturaleza; sin hacer otra distinción, porque no sabe la diferencia esencial que hay entre lo que es bueno en sí y lo que es bueno relativamente; diferencia que no conoció jamás, ni está en estado de hacerla conocer a los demás».

Hasta aquí la cita de Platón (pensadla hasta que se os caiga el pelo, como diría Juan de Mairena).

Hoy, los mercenarios que contrata el poder, no son guerreros, sino expertos en esta ciencia sobre el manejo de la masa, del Gran Animal. Unas veces siguen a Platón; otras a Truman —«si no puedes convencerlos, confúndelos»—; otras, el catecismo del agitpro de Lenin —Qué hacer—; y otras, los consejos del mismísimo diablo Escrutopo a su sobrino Orugario: «todos desean el descrédito, la degradación y la ruina de los demás; [y] todos son expertos en el arte del informe confidencial, la alianza fingida, la puñalada a traición» (C.S. Lewis), pero nadie debe morder la mano de quien le da de comer. El enorme poder que hoy se pone en manos de estos expertos (que nadie vota) bajo el amparo de lo técnico y así de manera incuestionable en manos de los políticos que los usan, convierte la información en una poderosa herramienta de propaganda y poder, en una auténtica carga viral contagiosa y especialmente dañina en una sociedad que ha puesto a las almas, sin defensas propias, a los pies de los caballos.

Si reducimos la política a pura estrategia, sea la situación que sea, y pensamos que si se trata de ‘los nuestros’ está permitido mentir, manifestarse, hacer escraches, meter ruido y difundir bulos, consecuentemente ‘los otros’ también podrán mentir manifestarse, hacer escraches, meter ruido y difundir bulos. Y todos acabarán bebiendo de la misma medicina. La consecuencia es que la mentira adquiere así carta de naturaleza y se instala en nuestra sociedad con el beneplácito de todos. Y entonces el pueblo «no sabrá donde poner sus pies y sus manos», como decía Confucio. Sus pies, es decir, no sabrá por donde caminar ni hacia donde dirigir su pasos; sus manos, no sabrá al servicio de qué proyectos y tareas con sentido pondrá su voluntad y su esfuerzo. Y esto es lo que tenemos.

La mentira, si se ejerce desde el poder, ¿en qué se distingue de la extorsión a los ciudadanos? ¿Y en qué se diferenciarán entonces los partidos políticos de los grupos mafiosos si la mentira y la extorsión se convierten en práctica común? Así se pone de manifiesto una vez más que la democracia no puede sostenerse por sí misma, que necesita de principios previos a la política, de la lealtad y de la ética personales para que pueda mantenerse. Y es triste comprobar como cada vez son menos los que arriman el hombro en el sostenimiento de su fundamento y más los que ponen las manos a ver que les toca del derribo.

¡Qué ceniza más agria, qué podredumbre fría está cayendo sobre las moquetas de los pasos perdidos!

Hay días desabridos y hoy tal vez sea uno de ellos. A pesar de que luce un sol espléndido en mi jardín, veo al olivo más ceniciento y gris; más sombrío al ciprés. Está solo el laurel de mi vecino en su oscura y mojada intimidad de la que nadie nunca sabrá nada. Destartalada la luz se desparrama fría por el jardín. Raída está la fe y seco el hontanar de la esperanza.

Decid, palmera, olivo, limonero y ciprés, mis árboles no abolidos, ¿de dónde os viene a vosotros vuestra clara, serena certeza, vuestra ternura y longanimidad, vuestro cobijo y vuestra reciedumbre?