Contra el ecologismo abstruso - Carlos Díaz

Que los seres humanos somos mutadizos y proteicos lo han venido enseñando todas las religiones.

Primero fue el Adam Kadmon (en hebreo: אדמ קדמון), el Hombre del antes: antes de sus hechos de antaño. Antes de cometer el pecado, es decir, antes de su primera y horrible metamorfosis, Adam era el ‘hombre primordial’, el ‘hombre original’, la síntesis del Árbol de la vida, según la Cábala luriana. En su forma plural, en hebreo kadmoniot, significa ‘todas las generaciones’ desde el comienzo de la existencia de la creación.

Pero este megántropo (a no confundir con el macántropo, mi apelativo cariñoso para Juan Luis Ruiz de la Peña) quiso cambiar del formato edénico con el cual fuera diseñado, y mutó y fue desterrado, o transterrado, ya que su muda conllevó también la de su cuerpo ecológico, la adama (אדמה), la tierra: «Entonces el Señor Dios formó al hombre (adam- אָדָם) del polvo de la tierra (adama: אדמה), sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente»1.

Con esta primera metamorsosis y al mismo tiempo que ella se produce la segunda, pues adam (אָדָם) significa humanidad, la condición de ser humano.

Pero las metamorfosis nunca vienen solas. Y junto con la primera y segunda metamorfosis se produce al mismo la tercera, tres en una dada la trial estructura del ser humano: perdida su condición de terrenal y de humano, pierde también su condición relacional, y con ella al tú referencial, quedando enemistado con Eva, divorciado del tú que le hace ser yo.

Resultado: del perfume adamítico del Jardín del Edén se apodera un hondo hedor adánico. Pero antes de que el ataúd de Adán, polvo que vuelve al polvo, baje al fondo y retumbe al ser depositado en la fosa por los sepultureros a la espera de que esos huesos sólo testifiquen pérdidas, antes de eso el propio Adán se había vuelto árido, inhóspito, inculto, incultivable en sí mismo.

Esto lo recuerdo sobre todo a los ecologistas abstrusos que exaltan a la naturaleza contra el ser humano, aunque es misión imposible porque ni les gusta el estudio de la historia comparada de las religiones, ni otra cosa que el olor a chotuno. Los ecologistas serios son otra historia.

Todo esto me lleva, ay mi alocada asociación de ideas, a lo siguiente. He leído e incluso traducido libros sobre los campos de concentración, sobre las torturas más envilecedoras, sobre los Torquemadas inquisitoriales, doctrinarios secos, fanáticos ciegos, acusadores grotescos, asesinos bestiales que encarnaban toda forma pensable de crueldad, amigos del garrote vil, terribles verdugos, criminales abominables, filisteos activos, cultores del terror, sobornables ambiciosos, traidores de sus propios padres, mentirosos desleales, y morbosos indeseables cuya hinchada vanidad no estaba en proporción alguna con su capacidad afectiva y sin haber logrado reunir ningún indicio de humanidad visible…

Sin embargo, cuando estas sórdidas existencias se sintieron llamadas por un ideal hermoso y amadas por alguien, se vieron a sí mismas transmutadas, transfiguradas, transustanciadas. Comprendo que los fatalistas no sean capaces de procesarlo, y que los deterministas, partidarios del férreo devenir histórico, tampoco. Entiendo también que la malignidad de los perversos impida al alma golpeada la reconciliación y el perdón, sobre todo la esperanza de cambio futuro propio y ajeno, pues, cuando a uno le han infligido demasiado daño, no sirven de mucho los argumentos restauradores de la cercanía reconciliada. La mayoría de las veces el sufrimiento devastador mata el alma.

Y, a pesar de todo eso y de cuanto pueda imaginarse, la gracia (sí, la gracia) muta a veces el hondón de nuestras almas envilecidas para hacernos resurgir a una nueva vida, dándola y per/donándola, resuscitándola y resucitándola: perdonar es resucitar. Al fin y al cabo, el carácter de cada persona es decisivo también en estas dimensiones. Ahora bien, o ahora mal, quien no es capaz de aceptar que el otro exógeno (así como el otro endógeno que soy yo para mí), pueda convertirse, atiende más al propio sufrimiento devastador que a la condición de quien le fue infiel en todo y destrozó su vida.

Pero hay algo más, y más terrible, algo que no pueden soportar las ‘almas puras’: que los malos puedan ser perdonados y que pueda restablecerse con ellos el vínculo de la esperanza. Pierde la esperanza en ellos quien no la tiene en sí mismo porque no acepta que alguien la tenga con él mismo. Por eso el ‘puro’ pertenece en el fondo a los inquisidores malignos, a los doctrinarios secos, a los fanáticos ciegos, a los acusadores grotescos, a los asesinos bestiales que encarnan toda forma pensable de crueldad, a los amigos del garrote vil, a los verdugos sádicos, a los criminales abominables, a los filisteos activos, a los cultores del terror, a los sobornables ambiciosos, a los traidores indeseables, a los mentirosos desleales, y a los morbosos cuya hinchada vanidad no estaba en proporción alguna con su capacidad afectiva, a los que a lo largo de sus vidas no lograron reunir ningún indicio de humanidad visible…

Todo esto lo sé por propia experiencia sin consultarlo con el hombre del tiempo. Sin embargo, cuando ese mi yo desgraciado y desamparado ha conocido la misericordia con él mismo, a veces maleante y a veces maleado, ha sido capaz de comprometerse para que el bien triunfe con su poderosidad sobre el mal. Y son las propias patologías las que a veces me impiden recitar: «Te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición; te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición». Por eso creo en el milagro de que Dios siga creyendo en mí aun cuando yo tenga en off muchas de mis mejores causas. Sea como fuere, a este paso de lo podrido a lo sanado que es el alma del milagro suelo también denominarlo proceso de resurrección.

1 Gn, 2:7