Un virus deleznable (Diario de campaña 12) - Benito Estrella

XX

En el cuidado del jardín, donde mi sudor no se derrama en balde, no solo me ejercito físicamente, cultivo también mi atención. Me fijo en las cosas que en nuestro vivir deprisa y desatento nos pasan desapercibidas. Los pájaros, que llaman la atención con sus trinos, estoy seguro de que no los oímos cuando estamos metidos en nuestros afanes cotidianos impelidos por la Máquina: lo económico, lo político, lo técnico, la sobreinformación. Los vegetales suelen ser muy callados; pero hablan y reclaman la atención de la vista y el olfato. Algunos son especialmente modestos, como la violeta salvaje, que parece ocultarse a propósito de todas las miradas: «La sangre sonará por las alcobas / y vendrá con espada fulgurante, / pero tú no sabrás dónde se ocultan / el corazón de sapo o la violeta»1.

Hay que fijarse especialmente en ella, en la variedad de violeta que digo, pues por su tamaño, su color y su olor, tan sutil, pasa totalmente desapercibida. Es una flor que florece hacia el final del invierno; pequeña, discreta, símbolo de la humildad y de la lealtad, necesita de cierta paz y tranquilidad en el jardinero y en el visitante para hacerse ver, pues también aquí llega el ruido del mundo y sus distracciones alienantes, tal vez porque ese ruido lo llevamos metido dentro y nuestra mente no para de pensar, de preocuparse, de calcular. Y es que no es lo mismo ocuparse que pre-ocuparse. «Cada día trae su cuidado», dice el Evangelio. Y el problema, hoy más que nunca, es que estamos siempre proyectados en el mañana; vivimos endeudados, a crédito en todos los sentidos, pues la ideología del progreso ha ocupado todo nuestro ser, más allá de las cuestiones económicas y materiales.

Desde que estoy jubilado —y retirado—, me doy cuenta, y ahora más en mi confinamiento, de tantas pequeñas cosas que tejen la urdimbre de nuestro vivir que me parece mentira que antes estuviera tan ciego ante ellas. Como el protagonista de la novela de Pablo D’Ors El estupor y la maravilla, me veo en mi casa y mi jardín como el guardián y vigilante de un museo que está vivo y no me pertenece. Y como Alois Vogel, he ido adoptando una mirada de pájaro que escudriña en lo cotidiano, en lo simple, en lo vulgar. Y como él he llegado también a un punto en el que cualquier cosa que veo, toco, gusto, oigo o huelo, me produce un profundo estupor, me veo ante una maravilla.

Me refiero a esas «pequeñas cosas» que canta Serrat en una de sus canciones, las «que nos dejó un tiempo de rosas»; las «cosas simples» que también cantan Mercedes Sosa, El Cigala o Chavela Vargas, «esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón». Cosas cuyo hallazgo fortuito —«en un rincón, en un papel o en un cajón»—producen nostalgias y recuerdos que habíamos olvidado, pues «uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida». Pero se trata también de algo más. Se trata de una mirada que penetra en el sustrato silencioso y secreto de la vida y de donde recibe nuestro espíritu su alimento, como el mirlo que escarba en la tierra, coge la tierna lombriz enterrada y se la lleva a su polluelo —«Panem nostrum cotidianum da nobis hodie…»—.

El virus deleznable lleva ya muchos días entre nosotros tensando nuestro afán. Tal vez ya más recogidos, más atentos a nuestra fiel y más honda intimidad, ya en pie, como el árbol que se mira en el río y ve su temblor al pasar, viendo como se va desdibujando y borrando su figura, muriendo mientras vive.

1 Federico García Lorca.