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Examen de ingenios - Carlos Díaz

En las universidades renacentistas, junto a los estudiantes valientes y los amigos de armas, los enamorados, los poetas y los muy polidos y aseados, no faltaron pícaros, graciosos, decidores, hábiles en juegos de cartas, pendencieros, capigorristas, manteístas, pupilos, prebendados, porcionistas, camaristas, etc., según lo describieron El Buscón de Quevedo, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, y tantos otros escritores: «¡Oh, dulce vida la de los estudiantes! ¡Aquel hacer de obispillos, aquel dar trato a los novatos, meterlos en rueda, darles garrote a las arcas, sacarles la patente o no dejarles libro seguro ni manteo sobre los hombros! ¡Aquel sobornar votos, aquel solicitarlos y adquirirlos, el empeñar de prendas, la espada debajo de la cama!»1. Allí estaban todos, incluidos los que «para ningún género de letras tienen ingenio ni habilidad»2. Menuda casa de Troya.

Por si tales males fueran poco, en lo tocante a las exigencias derivadas del estudio, «para lo que es la colación de grado no faltará alguna universidad silvestre donde, llevando los cursos probados, es decir, la asistencia y matrícula, y los puntos como bodoques en turquesa, digan unánimes y conformes: Accipiamus pecuniam, et mittamus asinum in patriam suam». Cortesía del traductor: «Recibamos su dinero, y devolvamos al asno a su patria», pilla la pasta y corre.

Pero esto al fin y al cabo no pasaban de ser chiquilladas, fruslerías menores, y a tales trapacerías siguieron luego las artes venatorias de caza mayor: los masters comprados, los títulos falsos, los doctorados fusilados, las cátedras vendidas, los profesores procesados y, en fin, el descrédito del ta barato dame dos; en suma, la inanidad absoluta de las universidades, arruinadas en su capacidad de servicio a la ciencia y a la sociedad. Lo peor, en todo caso, fue que «faltole también el contacto con el pueblo, la percepción de sus necesidades, de las necesidades que el correr de la historia va levantando; antes se contentó a sí misma, y en su propia vida se ahogaron sus anhelos. De ahí el espíritu de casta, el considerarse suficiente a sí misma y superior a la colectividad nacional. También el egoísmo que, al no alternar vitalmente con otros elementos más primigenios, si no tan cultivados, se suicida a sí mismo. Y, finalmente, el vicio más pernicioso, tanto en individuos como en instituciones: no vivir para la colectividad superior, sino vivir de ella»3.

Sin la menor envoltura satírica también hoy podría decirse lo mismo de las universidades, al menos esa es mi experiencia personal. No diría yo, que me jubilé en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense el año 2014, a los setenta bien cumplidos, que las cosas hayan variado mucho desde entonces, aunque el atrezzo exterior haya cambiado: mismos zoquetes que se matriculan con un cinco pelao, la exigencia mínima de nota para el acceso, drogatas y porreros (la Facultad, olor a azufre), jugadores de cartas que se reúnen a fumar en los rincones más herrumbrosos de la Facultad, jóvenes y jóvenas de uniforme negro cucaracha, casi en calzoncillos y calzoncillas, sucios, astrosos, eso sí, muymuymuy radikales, y no pocos permanentes confutadores y litigantes, sin el menor rigor, sin conocimiento de idiomas, etc., de todo lo cual resulta que el noventa por ciento de ellos está en paro, y los que han tenido suerte en gasolineras. Sea como fuere, lo tienen bien merecido, y cualquier subsidio social que se conceda a estos vagos y maleantes es injusto, no lo merecen. Pero vengan becas y títulos, y mueran los expurgatorios. ¿Que esto es exagerar?

Nada que yo sepa ha cambiado sustancialmente, el escenario –igual que en tiempos del zar Alejandro– sigue siendo de cartón piedra y desplazándose con las ‘autoridades’ cada vez que éstas inauguran un nuevo cuchitril. Aplausos, moqueta roja, ministras increíbles luciendo numeritos de pasarela y lentejuelas, y dale que te pego. Y en todo esto nemine discrepante, sin nadie que lo discuta. Los buenistas que me hablan de honrosas excepciones llevan razón, porque evidentemente las hay, y al menos yo conozco a una. Sin embargo, para el fomento de las ciencias están hoy los nuevos ‘ministerios de igualdad’ (¿?), los ‘observatorios de género’ y otras instituciones consentidoras para muchachos y muchachas excelentes, que siempre lo serán.

Sólo los papás de niños pequeños necesitan las escuelas abiertas las 24 horas, y no por el mucho amor al saber, sino para que les entretengan a sus hijos en ellas en tanto que guarderías. Únicamente el famoso Ministerio de Educación necesita alimentar a toda prisa sus calderas echando fuego a las aulas para que éstas abran después de la epidemia (‘sobre el pueblo’), aunque sea en plena canícula, y sólo las universidades para seguir fabricando títulos homologados por Europa, y de este modo activar la mamandurria burocrática. Desgraciadamente, o no, lo mejor que puede pasarle al país es que no haya ningún Ministerio de Educación. ¿Para qué, si ya tenemos la Universidad del Corte Inglés y el Corte Fiel a pleno rendimiento, con clases presenciales e informáticas, adelantadas siempre, porque en pleno junio ya es primavera en sus anaqueles?

Al Ministerio de Educación, que en mi opinión ha pasado a ser una sección de la Sociedad protectora de animales, no vayas a exigirle otra cosa que profesores sin oposiciones, examinadores no examinados, así que volvemos a lo de siempre: «Digo, y aún para las otras ciencias, que había de haber orden de examinadores de los ingenios para entrar en ellas; que algunos van a estudiar, que no nacieron más para letras que los bueyes para volar. Y el que no fuese para estudiar, que se vuelva a la tierra a arar, o a otro oficio en pro de la república».

1 Mateo Alemán: Guzmán de Alfarache, parte I, libro 3, cap. IV.

2 Iriarte, M. de: El doctor Huarte de San Juan y su examen de ingenios. Contribución a la historia de la psicología diferencial. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1948, p. 37.

3 Iriarte, M. de: Ibi, pp. 34-35.