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Este no soy yo - Carlos Díaz

Cada vez que escribo un artículo, un libro, cuando la lista de la compra, cada vez que hago o pienso algo, inmediatamente deseo contradecirlo y defender lo otro que eso. No es que me falte fuerza de convicción, asertividad, ni empeño para mantener mis argumentos, ni que no me guste cuanto afirmo, pues de lo contrario no lo escribiría; ni siquiera rozando la disnoia severa escribiría para negarme, ni me negaría para reafirmarme con mayor fuerza, y así sucesivamente hasta el desfallecimiento, comportamiento histérico que ni siquiera está a mi alcance por no ser lo bastante histérico. Lo que ocurre es que, por mucho que me guste escribir, las cosas tienen su límite.

Tal vez la realidad sea tan compleja, que por ello necesite yo sencillamente completarla, aun al precio de contradecirme, pues la contradicción no es tan mala si se sabe cómo aplicarla con cierta humildad. En última determinación, todo es de suyo contradicción, y si alguien lo niega debería reparar al menos un poco en que el simple hecho de hablar es contradecir al silencio; no es que el silencio diga no, el silencio no dice, y por tanto es un potencial enemigo de cualquier afirmación, al modo de una traición por la espalda. Por eso se teme al silencio. Seguramente alguien que no esté de acuerdo con lo hasta aquí manifestado estará también contradiciéndolo mentalmente, aunque espero que la sangre no llegue al río.

O quizá contenga yo mismo varios sí mismos (o mejor, mi mismos) diferentes entre sí, cada uno de los cuales con más contraindicaciones que indicaciones en mi propia posología vital. También puede ocurrir que no atienda como es debido al insight potencial de mi yo actual que con él se desarrolla de forma inevitable hasta desbancarlo, pues de algún modo no hay potencia sin otra potencia dispuesta a pasar a la acción.

O acaso tampoco sea yo plenamente consciente de la huella de experiencias anteriores que por el ineludible olvido parecen desaparecidas, pero que se encuentran latentes y prestas a refutar las seguridades que hasta entonces haya dictado la caprichosa memoria.

O que desplace erráticamente la evaluación de las mismas desde el interior hacia el exterior, o incluso desde el exterior hacia el interior, pues es bien sabido que un yo exitoso disminuye y tiende a olvidar las actitudes negativas hacia sí mismo, y un yo fracasante disminuye y tiende a olvidar las actitudes positivas desde sí mismo. Uno puede, en resumidas cuentas, vivir convencido de que es lo que no es y de que no es lo que es, pero no hay que olvidar la diferencia que existe entre convicción y verdad.

Quién lograra ser al menos multisciente –sin pretensiones de omnisciencia– y comprender objetivamente cómo se siente en su propio mundo interno, aceptarlo tal y como es, y crear una atmósfera de libertad que le permitiera expresar sin traba alguna sus pensamientos, sus sentimientos y su manera de ser, su ser mismo, tendría esa capacidad de abrirse a la experiencia y sería una persona más realista en lo referente a los demás y a sí mismo, así como a las situaciones y problemas nuevos. De este modo podría responder con conocimiento de causa a la gran cuestión de cuál es el objetivo de mi vida, para qué me estoy esforzando, cuál es mi propósito, y esos últimos interrogantes de sentido no siempre conocidos del todo por uno mismo.

Sea como fuere, nada hay completo, y hasta para lograr la ecuanimidad o longanimidad sobre quién es quién necesitaríamos echar mano de la interpretación, la cual rebaja las ínfulas identitarias, pues con ella, con la interpretación juiciosa, no solamente nos volvemos más cautelosos, sino más lentos para no diagnosticar descuidadamente. A costa de perder brío, la interpretación no solamente proporciona al propio yo la comprensión de los demás y de uno mismo, sino también el asombro, la perplejidad e incluso la identidad necesarias para apuntar hacia la inidentidad; en cualquier caso, la inidentidad tampoco conoce el centro de la diana, ni alza demasiado la voz con sensación o complejo de superioridad, pues llegar a conocer las contradicciones e insuficiencias propias y ajenas no es todavía alcanzar la identidad que funda y mantiene tales diferencias. En cualquier caso, comprender e interpretar resultan inseparables.

Por este motivo, transferencia y contratransferencia no son propias tan sólo de las personalidades neuróticas, pues interactuar conlleva mezclar, confundir, amalgamar e involucrar lo propio con lo ajeno y lo ajeno con lo propio, y por eso –aunque no resulte fructífero ni deseable– cada uno transfiere a su pareja o a su terapeuta sentimientos que experimentaba hacia su madre o su padre, y luego viene su elaboración (working through) y su defecación, pues no resulta bueno para la salud mental que el organismo se atasque y no pueda evacuar. Razonar bien es cuestión de dieta saludable y de elaboración sana de la ingesta. Y eso implica cuidarse y ser cuidado, pues no hay que dar al paciente satisfacciones transferenciales insensatas, ni evitar gratificaciones neuróticas en la situación de tratamiento.

«En la terapia se manifiestan continuamente sentimientos hostiles y antisociales de manera que es fácil suponer que esto revela la naturaleza más profunda, y por consiguiente básica, del hombre. Poco a poco llegué a comprender que estos sentimientos indómitos y antisociales no son los más profundos ni poderosos, y que la esencia de la personalidad humana es el organismo en sí, orientado hacia la socialización y la autoconservación»1, escribe Carl Rogers, pero si la primera parte de su afirmación es verdadera la segunda es falsa, porque lo que denominamos amor y lo que llamamos odio no son fuerzas biológicas que puedan pesar o menos en nosotros hereditariamente, sino tensiones hermenéuticas, interpretación, esfuerzo de buena voluntad, toda vez que la actitud positiva incondicional, la actitud empática, el apoyo mutuo, el servir de consuelo (support) han erguido su plectro canoro en la humanidad porque algunos se empeñado en mantener vivo el lema odia al delito y compadece al delincuente. Y es precisamente ahí donde radica la dificultad.

Cada uno de nosotros, en fin, es un yo soy, es decir, un intérprete interpretado, y por eso mismo también un yo no soy. En suma, un misterio. Y si esto no me gusta, es porque acepto comportarme como uno de los perritos de Paulov, o un toro miura que se arranca contra la franela del torero, o uno de los burritos de Burrus F. Skinner. De ahí mis mordiscos, mis cornadas y mis burradas.

1 Rogers, C: El proceso de convertirse en persona. Ed. Paidós, México, 1972, p. 90.