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El currículo de Hermes - Carlos Díaz

Hermes, hijo de Júpiter el omnipotente y de Maya, la diosa velada y gustosa de ocultarse, nació ya con el doctorado existencial completo, porque el día mismo en que vino al mundo robó sus ganados al rey Admeto, después de lo cual robó sucesivamente las flechas a Apolo, el tridente a Neptuno, el cinturón a Venus, las herramientas de herrero a Vulcano, la espada a Marte y a su propio padre Júpiter el cetro. Excelente maleante con facultades de carterista y con gran elocuencia de labia, Hermes no robaba por necesidad, sino porque era un diletante del robo ininteligible para los demás, porque trasladaba los objetos de un lugar a otro como un trilero para llevar a cabo sus hurtos. Hermes intelige con cualidad heliástica, pues todo lo ve con diafanía para llevar a cabo sus hurtos.

Todo esto ayudado por su capacidad para trasladar el sentido de los vocablos con toda clase de tropos semánticos. Entre la habilidad de sus manos y la virtud suasoria de su lengua capciosa, no había quien le pillara a la hora de descodificar sus interpretaciones.

Y, como no podía ser menos, estos tejemanejes culminan con la paternidad de Hermafrodites, el de los dos sexos, que con los dos ama, la ambigüedad de lo ilimitado-indeciso. De ahí su condición de padre de la postverdad, de la verdad que viene después de cuando deba de venir, pues llega tarde y por tanto es falsa, lo mismo que la justicia tardía. Su hermenéutica, el modo de vivir de Hermes, será en adelante el arte de ir permanentemente detrás de la verdad, no tras de ella. La verdad está para ser eludida y festejada como un juego de habilidades, jamás como un fin en sí mismo, algo que hubiera enfadado a Tomás de Iriarte: «¿De qué sirve tu charla sempiterna / si tienes apagada la linterna?».

Fuera de la heurística Academia olímpica nada tenía sentido objetivo, ni nadie podría superar los artificios dialécticos de sus laureados. Si Minerva castiga a Arachne convirtiéndola en araña por haber querido competir con ella como hilandera, también Apolo desuella vivo al pastor-poeta Mardvas, una especie de cantautor que le venció en el espacio lírico.

Los dioses olímpicos no necesitaron estudiar en Harvard. La sabia Atenea, Minerva, la superbachillera del Olimpo cuyo animal totémico era el búho, nació listísima, por su condición de cefalogénita, es decir, de salida del cerebro de Júpiter con ciencia infusa, algo que en nuestros días ya no está reservado exclusivamente a los dioses, sino que se adquiere por pertenencia a una superclase social: todos los hijos de plutócratas, brotados de las chequeras de sus papás, son listos y dirigen grandes corporaciones. Son cerebritos con su laptop en el bag sac. Conservan además su parentesco con los dioses olímpicos por su capacidad de eliminar competitivamente: con el casco bélico calado, la sabia Minerva monta en los corceles de su hermano Marte y pelea como el más temerario de los paladines, matando por su propia mano a uno de los gigantes levantiscos, Palas, de donde le viene su condición de Palas Atenea.

Palas Atenea, o Atenea Pacata como nos gusta llamarla, era –eso sí– de una moral muy pudorosa, tanto que privó de la vista al tebano Tiresias que cierto día tuvo la audacia de detenerse a contemplarla, aunque tuvo el detalle de darle en compensación el don de la profecía. Y a la reina de las gorgonas, Medusa, que profanó su templo, la castigó convirtiendo su rizosa cabellera en un haz de sibilantes sierpes y dotando además a sus ojos del poder de trasformar en piedra cuanto mirase.

Pero volvamos a Hermes, Mercurio, el Cilenio, que en general (pese a la indudable voluntad de verdad que tenían los discípulos de Sócrates), como la mayoría de los helenos, consideraba el robo más bien como una virtud que como un vicio, como algo que denotaba inteligencia y habilidad, y que bajo la rúbrica de ardid entraba en la casuística y formaba parte del complejo temperamental del héroe, siendo un hecho histórico comprobado que en el programa de la pedagogía espartana figuraba la asignatura del robo con finura y gracia, por su carácter práctico, que los alumnos debían presentar como parte del famoso currículo olímpico, que incluía la pedagogía del hermafroditismo laxo.

Nada de eso se ha extinguido en nuestros lares, antes al contrario, el robo y la mentira (lo uno no cabe sin lo otro) constituyen la esencia de las hermenéuticas doctorales, los títulos comprados y robados y todo eso, invocando para ello algún abolengo. Los hermeneutas eran sofistas, como Gorgias entusiasmados con jugar al naipe con las palabras. El escepticismo era la cosmovisión más extendida donde cada día un escándalo sucedía a otro, tanto entre los dioses humanados como entre los hombres divinizados, si es que cabía alguna diferencia entre ellos. Mercurio, Hermes, con sus trapacerías y engaños, con sus maneras de ladrón fino, o mejor, de cleptómano que robaba por robar, representaba además en la estimación social un progreso respecto de los antiguos bandidos a mano armada.

Sea como fuere, a veces tanta hermenéutica no sirve para nada. Al poeta se le había dicho que moriría a causa de la caída de una casa y decidió vivir a campo abierto; los dioses no quisieron ceder, y un águila dejó caer una tortuga sobre la calva del poeta, que le mató como si fuera una piedra. Se cuenta también la historia del hijo de un rey quien, según el oráculo, debía perecer víctima del león; su padre lo confinó en los aposentos de las mujeres, pero un día descargó su enfado contra un tapiz que representaba un león y se arañó con un clavo oxidado, muriendo a causa de la gangrena. Al fin, ¿quién navega realmente con bandera de tonto?

Para mí, plebeyo expulsado del Olimpo y cojo como Hefesto por la patada recibida desde esas alturas, me resultaría menos difícil coger un violín y ponerme a tocar que conformarme. Y, como el latino Vulcano que no era sino el Hefestios helénico, feo, tiznado, cojitranco, con el mandil a mi cintura y el martillo en mi diestra, sigo alimentando la llama que avanza sinuosa, sin necesidad de aféresis ni metátesis, cosa facilísima para estos prestidigitadores que son los peores filólogos hermeneutas. Bienvenida, en todo caso, la hermenéutica que sirve para golpear y poner al rojo vivo el hierro de la fragua. Así pues, a ello: «¡Cuánto me gustaría que me gustase la música!, dice el estúpido. Pero la música, para que exista, hay que hacerla»1.

1 Alain: Mira a lo lejos. 66 escritos sobre la felicidad. Ed. RBA, Barcelona, 2007, p. 98.