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El cuidado de sí mismo - Carlos Díaz

Cuenta Max Weber que, cuando estuvo en los Estados Unidos en 1904, coincidió en el tren con un viajero dedicado a las pompas fúnebres. Cuando Weber comunicó su extrañeza por el poder de las sectas religiosas, éste le contestó: “A mi me da igual lo que la gente crea, pero no confiaría ni cincuenta centavos de crédito a un granjero o a un comerciante que no perteneciese a ninguna iglesia. ¿Por qué iba a pagarme, si no cree en nada?”. Y Weber estuvo de acuerdo.

El mundo griego recomendó conócete a ti mismo, y también derivadamente ocúpate de ti mismo -la epimeleia, luego la romana cura sui- el cuidado de sí mismo. No existen en la Hélade, sin embargo, consejos del tipo cuida del otro, y nada en absoluto del tenor cuida del otro como de ti mismo. En este panorama la acumulación de las riquezas y de los honores traza con adelanto la línea que habría de seguir la humanidad después: ocuparse con el propio dinero, jrémata, jrémata aner, el hombre es dinero, ideología de la acumulación del capital que incluía también la apropiación del esclavo, del débil, de la mujer, e incluso de los propios hijos.

Nosotros no solamente somos griegos porque aquellos archipielágiocos nos enseñaran a pensar, sino también porque troquelaron la forma en que nuestras almas deberían comportarse. La reacción cristiana de amor al prójimo como a sí mismo no fraguó, a pesar de su riqueza y de su potencia.

Expoliado lo de fuera, ya se podía poner en práctica la concentración en la propia alma, la anacorésis o retiro, así como la práctica del endurecimiento necesario para soportar el dolor, todo lo cual no tenía otro objeto en Grecia que el bienestar del yo. La platónica épistrofé contiene los cuatro elementos a ello destinados: alejarse de las apariencias; volver sobre sí para comprobar la propia ignorancia; realizar actos de reminiscencia; retornar a la patria ontológica, es decir, al mundo de las esencias del que procedemos, de la verdad y del ser. La libertad es la condición ontológica de la ética, y la ética la forma reflexiva que adopta la libertad. Bonito.

Sin embargo, esto excluye al tú del esclavo, que resulta insoportable, deficiente por su diferente estatus; evidentemente, entre “libres” anda el juego a partir de aquel entonces: “¿Has encontrado alguna vez a un hombre con buenas relaciones que no haya considerado a las damas y señores de la burguesía ‘muy simpáticos’ o ‘muy inteligentes’? No los puede reconocer. La relación tiene sus consecuencias para la conciencia, tanto más grandes cuanto más íntimas y sinceras son”1. Los libres navegan con bandera bonita.

El hombre griego también miraba hacia las estrellas, como el gran Pitágoras, hacia lo eterno musical sito en los intersticios siderales, hacia la armonía de lo celeste, aunque la mitología de diosas y diosas que lo habitaban estuviese infectada por su infinita perversidad y no tuviese nada de modélica, hasta el extremo de que la crueldad de los dioses griegos hubieran sido lo peor que un maestro humanista sincero hubiese podido enseñar. Las estrellas arriba, los dioses volando y mutando con traje de Superman y de Superwoman, la concentración reflexiva de los filósofos en su nube, y siempre el trabajo esclavo, definían el mundo grecorromano, todo lo cual tenía como característica común la ausencia de tú, e incluso su horror.

Las cosas no han cambiado mucho en los procesos terapéuticos de supuesta rehabilitación de nuestros días, los cuales siguen moviéndose, con su pomposo reclamo de terapia trascendental, meditación trascendental y cutre couchin transpersonal: ¿qué trabajo debo realizar sobre mí mismo?, ¿qué elaboración debo de hacer de mí mismo?, ¿qué modificación del ser debo efectuar para poder acceder a la verdad de mí mismo? Ni siquiera los menos cegados al respecto por tanta egología tienen lucidez para otra cosa, pues su lema es “primero tengo que resolver mis propios problemas, y luego si puedo ya ayudaré a los demás”, algo que la práctica totalidad de la población mundial comparte a pies juntillas, incluidos no pocos de los poco que me están haciendo el favor de leer este artículo en este preciso momento.

En este sentido camina, faltaría más, la izquierda engañabobos, especialmente la que dominó el final del siglo XIX y primeros del veinte, pongamos el más cursi de todos ellos, Michel Foucault, que en olor de botafumeiro responde como gurú arrepanchigado a sus fans revolucionarios: “Una ciudad en la que todo el mundo cuidase de sí mismo como es debido sería una ciudad que funcionara bien y que encontraría así el principio de su perpetuación. No se trata de pasar el cuidado de los otros al cuidado de sí; el cuidado de sí es éticamente lo primero en la medida en que la relación con uno mismo es ontológicamente la primera”2. Palabrita de la izquierdita.

Si me hacen el favor de leer el párrafo que yo acababa de escribir arriba, verán que nunca hablo por hablar. Siempre la misma canción: primero yo, luego yo y luego yo. Menuda mierda de rey el que no cura ni procura al mismo tiempo que su propio bienestar el de los demás con el dinero de los demás, y menuda bola de mierda esta intelectualida posmoderna que nunca supieron nada de intencionalidad, la que enseña que mi yo es corresponsable y recíproco con el tuyo, o no es. Apalancados en el más puro cartesianismo, nunca salieron del moi, je, même.

En semejantes condiciones, “objetar que una frase razonable es primaria, trivial, banal, sirve para avergonzar a quien la pronuncia, sin que sea necesaria una discusión. No se dice que la frase sea errónea o que esté insuficientemente probada. El atacado, por tanto, no puede oponerse al objetante con argumentos. Lo que él ha dicho lo saben hasta los gatos. Es derrotado”3. Pero, aunque te llamen perro judío, la vida no prospera sino cuidándose en la reciprocidad y el crecimiento compartido, y no enganchándola a la droga del primero yo, luego yo, más tarde yo, finalmente yo, y para los demás las migajas de mi yo, si acaso, sus circunstancias. Pues también el yo soy yo y mis circunstancias sirve al mismo egotismo; ni siquiera los muy perspicaces como Ortega, se plantearon el tú eres tú y tus circunstancias, y menos aún el nosotros somos nosotros y nuestras circunstancias no meramente circunstanciales, sino vitales, existenciales y verdaderas.

Si yo me cuidado a mí mismo y tú te cuidas a ti mismo y él se cuida a sí mismo, rien ne va plus, Monsieur Foucault. Al fin y al cabo, el yo nos come. Al llegar aquí siempre me acuerdo del viejo Proudhon cuando enseñaba que por separado un esclavo más otro esclavo y así sucesivamente no hubieran construido las pirámides de Egipto, resultante de la comunidad de esfuerzos. Y al mismo tiempo, pero en sentido contrario, también viene a mi memoria aquello del barón de Rothschild, que tras dar un escudo al socialista añadió: “‘Esté contento, pues esto es mucho más de lo que le tocaría en el gran reparto”.

Y yo aquí, machacando siempre lo mismo sobre lo mismo, de cortocircuito en cortocircuito.

1 Horkheimer, M: Ocaso. Ed. Anthropos, Barcelona, 19856, p.48.

2 Foucault, M: Hermenéutica del sujeto. Ed. La Piqueta, Madrid, 1994, p. 116.

3 Ibi, p. 67.