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La vuelta a la normalidad - Carlos Díaz

Esta pandemia que tanto se adhiere a los pulmones y que tanto destroza en ellos ya no nos abandonará sin una vacuna, porque el hombre del año en curso resulta incapaz de cuidarse por sí mismo, y mucho menos de cuidar a los demás que no sean los de propia camada familiar. Por mucho y muy sin medida que sea su cariño quiere a lo bestia, ya que no procesa la realidad porque no distingue entre lo grave o lo leve, para él meros juegos divertidos, y de este modo vive más allá de lo real, de las advertencias sobre una pandemia o una ademia, pues deambula entre las categorías de lo meramente posible. Y como todo es posible y nada tiene límites, ni siquiera lo imposible, eso le convierte paradójicamente en un hombre imposible. De ahí su peligrosidad y su destructividad con eso que llamamos ecología, y que al fin y al cabo no somos otra cosa que nosotros mismos.

Ciertamente nuestros padres nos han malcriado ajenos a la cultura de la realidad, transmitiendo tan sólo la de la arbitrariedad. Y lo mismo sea dicho de las escuelas. Vengo escribiendo en este sentido desde hace decenas de años, y cada vez tengo más el agua al cuello, pues no sirve de nada a nadie. Cabría incluso decir que cuanto más se escribe sobre asuntos trascendentales, menos plumas se preocupan por lo que yo, así que al fin y al cabo todos contentos. Todo cabe. No casi todo, sino todo.

El burrócrata, el burro poderoso del siglo XXI, que nunca llegaría a la altura de la bestia rubia, no es de la estirpe de aquel humanista renombrado que llegó a escribir: soy hombre, y por eso nada de lo humano me es ajeno. El problema está en que muchos de los supuestamente humanos de hoy se las verían y se las desearían para definir qué es lo humano, en qué consiste eso que todavía se denomina lo humano.

Siempre me ha parecido que lo más definitorio de cada persona es lograr lo que desea, la felicidad, pero al mismo tiempo el miedo a perderla y a sufrir por ella. Estas son características casi comunes a todos los animales, que se diferencian al respecto por los contenidos de su felicidad. Y el contenido de la felicidad de hoy es la búsqueda a cualquier precio del botellón, de los amigotes manada, y la libertad para salir de estampida de cualquier crisis, todo ello en un grado tal que está dispuesto a volver a contagiarse si es con placer, lo mismo exactamente que lo está el drogadicto dominado por la necesidad de inyectarse mierda.

A este movimiento de la bestia hacia sí misma me gustaría denominarlo vuelta a la normalidad. ¿Qué es, pues, la normalidad? La necesidad que la puerca lavada siente de volver perentoriamente a su vómito. La sociedad no es capaz de aprender a ser humana, su bestialidad ha mordido y se ha comido su racionalidad. No me extraña, pues, que, por poner el dedo en la llaga, una lectora pontevedresa escriba este comentario a uno de mis artículos, como siempre sin dar su nombre: «¡Caramba, caramba, hay que ver cómo ha salido vd. de la desconfinación que nos han hecho, al parecer totalmente desestabilizado! Habla vd. de la derecha, yates, negocios sucios, pelo engominado, oiga vd., yo que me precio de ser de derechas no tengo nada que ver con ese grupo de gente que siempre serán una minoría. Confieso que solo me he podido leer la mitad del farragoso y largo artículo que escribe vd., pero me ha llegado, me gustan los artículos, pero no las vomitonas».

Oiga usted, marisabidilla, marimacho, marimandona, marifulana (Quevedo: mujer desagradable en todos los aspectos), marimoco llorona, maruja, marilurdes por su confianza en el milagro del maquillaje, adelita, o lo que sea, le quedo pese a todo muy agradecido por su fino exabrupto, también mi maestro don Miguel de Unamuno dijo en cierta ocasión a una lectora más o menos como usted parece serlo: «Prefiero que usted o quien fuere hable mal de mí a que no hable». Y yo añado: lo que no soportaría es que persona como usted hablara bien de mí, porque sería mal-decirme. Y todos tan contentos con su descontento.

Muy pocos saben que don Tomás Malagón, el valioso consiliario de la HOAC, antes de ser sacerdote era un hombre con ideas propias, lo cual es muy malo. Por eso, antes de abrazar el sacerdocio, le pasó lo siguiente, como narra un libro reciente cambiando Malagón por Castellón para mantener la tensión narrativa: «La memoria de Castellón guarda todavía con exactitud alguno de ellos: Tiene la democracia el inconveniente de que halaga las bajas pasiones y concede al cuerdo y superdotado iguales derechos que al loco, al imbécil y al degenerado. El sufragio universal ha desmoralizado a las masas, y como en éstas han de predominar necesariamente la deficiencia mental y la psicopatía, al dar igual valor al voto de los selectos que al de los indeseables, predominarán los últimos en los puestos directivos, en perjuicio del porvenir de la raza. En noviembre han importado de Italia la nueva técnica del electrochoque. Pero en Ciempozuelos deciden aplicarla con mayor frecuencia, con mayor duración en la descarga de la corriente y con una potencia superior de voltaje. Cada tres días, los internos reciben una andanada de 140 voltios que dura 0,7 segundos. Algunos internos sufren lesiones y fracturas. Hay rumores de que uno ha muerto porque se ha partido la nuca a causa de las convulsiones que produce la descarga. Desde el primer instante, Tomás Castellón se ha dado cuenta de que su única arma para sobrevivir es la simulación. Cuatro días después de la visita de Eijo Garay a la cárcel de Torrijos, lo han trasladado fuera de Madrid, al psiquiátrico del pueblo de Ciempozuelos. Comparte dormitorio con otros siete internos a los que, como a él, denominan ‘pacientes’. Hay guardias armados en todas las salidas del centro y rejas en las ventanas. Los médicos, en su mayoría militares, trabajan a las órdenes del coronel Antonio Vallejo-Nágera, director del centro y jefe supremo del Servicio Nacional de Psiquiatría. Castellón siente verdadero pavor cada vez que le hacen tumbarse y le amarran al lecho, con correas de cuero, la pelvis, los tobillos y las muñecas. Tiembla al percibir cómo le aplican a las sienes los electrodos. La descarga es muy dolorosa y, al instante, pierde el conocimiento. Cuando despierta, siente un intenso dolor en los huesos. Está mareado, con ganas de vomitar y su cerebro parece una masa de corcho. Apenas una hora después, le hacen rellenar el mismo formulario que le obligaron a completar antes de ser sometido a electrochoque»1.

Aunque creo que ni con la aplicación de ciento y un mil electrochoques podría el mundo volver a otra normalidad que a la de su irremediable burrez. Lo humano es contagiar a lo bestia. Al tiempo.

1 Reverte, J.: Venga a nosotros tu reino. Versión Kindle.