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¿Y quién enterrará a este asno en el cementerio? - Carlos Díaz

Una pequeña cuestión que no logro comprender todavía a estas alturas de mi vida es la siguiente: siendo el egoísmo preconvencional y convencional la constante de nuestra civilización, y habiendo expuesto más cruda y cruelmente que nadie dicho egoísmo un filósofo alemán denominado Max Stirner (1806-1856), para el cual sólo existe el yo, y no cualquier yo, sino el yo que es propietario, fuera del cual no hay nada interesante ni amable1, ¿cómo es posible que prácticamente haya pasado ignorado a nuestro mundo egocéntrico? Sólo me cabe una explicación plausible, a saber, que la brutalidad con que defiende Stirner esa su brutalidad no resulte proclamable ni rentable políticamente.

Pero como soy más tozudo que una mula, e incluso más que un asno –tozudez sobre tozudez– vuelvo a las andadas con la exposición de un coetáneo de Stirner, a saber, el francés Anselme Belegarrigue (1813-1869) que, al margen del círculo de intelectuales en que se movió el alemán, vino a parar a los mismos principios egocéntricos, paralelismo que a estas alturas sigue sin ser estudiado, tal vez por los mismos motivos. Uno de los capítulos de su breve opúsculo, el Manifiesto, proclama lo siguiente bajo el título «El dogma individualista es el único dogma fraterno». Dice así: «¿En qué me afecta aquello que se hará después de mí? No tengo que servir ni de partícipe de ningún holocausto, ni de ejemplo para la posteridad. Yo me encierro en el ciclo de mi existencia, y el único problema que tengo que resolver es el de mi bienestar. No tengo más que una doctrina, esta doctrina no tiene sino una fórmula: GOZAR. Honesto quien la reconoce, impostor quien la niega.

»Es la doctrina del individualismo crudo, del egoísmo innato: no lo niego en absoluto. Lo confieso, lo constato, me glorifico de ello. Traedme para que lo interrogue a aquél que podría sentirse herido y reprocharme por causa de mis planteamientos. ¿Os causa algún daño mi egoísmo? Si decís que no, no tenéis nada que objetar, porque soy libre en todo aquello que no puede dañaros. Si decís que sí, sois unos fulleros, porque mi egoísmo no es más que la simple apropiación de mí por mí mismo, una llamada al despertar de mi intimidad, una protesta contra todas las supremacías. Si os sentís heridos por la realización de este acto de toma de posesión, es decir, por la conservación que llevo a cabo de mi persona –es decir, de lo menos discutible de mis propiedades– vosotros estáis reconociendo que os pertenezco o, como mínimo, que tenéis puestas vuestras miras sobre mí. Sois unos explotadores (u os estáis convirtiendo en tales), unos acaparadores, unos codiciosos de los bienes ajenos, en una palabra, unos ladrones.

»No hay camino intermedio. Es el egoísmo el que constituye el único derecho, o lo es el robo; es necesario que yo me pertenezca a mí mismo, o es necesario que caiga en posesión de algún otro. Resulta inadmisible que yo reniegue de mí mismo en provecho de todos, porque si todos deben renegar de sí como yo mismo, nadie ganará en este estúpido juego de lo que ya habrá perdido, y, en consecuencia, quedará igual, es decir, sin provecho. Evidentemente, esto convertiría en absurda la renuncia inicial. Y si la abnegación de todos no puede beneficiar a todos, necesariamente beneficiará a algunos en particular. Y entonces estos últimos serán los dueños de todo, y también, probablemente, los que se dolerán de mi egoísmo. Pues bien, que se fastidien.

»En resumen, cada hombre es un egoísta: quien deja de serlo se convierte en un objeto. Quien pretende que no necesita serlo, es un ladrón, ni más ni menos que un ladrón. El individualismo es la redención, la grandeza, la hidalguía; es la libertad, es la fraternidad, es el orden»2.

Aunque no deje de ser curioso que la frase final de este escrito diga que el individualismo es la fraternidad, una evidente contradicción, porque el individualista carece de hermanos –se es individualista sin adjetivos cuando se es radicalmente individualista–, sin embargo, tampoco la prédica del individualismo sirve para nada: ¿a quién convencer de que alguien existe fuera del yo, si uno está anclado en su propio yo sin otros referentes que los del propio ego? Quiéranlo o no, por lo demás, los rebuznos no hacen eco ni siquiera en otros burros, los cuales morirán tan burros como vivieron por su incapacidad de aprender nada de nadie: girando en torno a los cardos y muertos sin sepultura. Curiosamente sólo los cuervos se harán cargo de su carroña una vez que ya no consigan rebuznar. Claro que eso al burro le tiene sin cuidado.

1 Cfr. Stirner, M: El único y su propiedad. Ed. El libertario, Buenos Aires, 1984.

2 Bellegarrigue, A: Manifiesto. Ediciones Síntesis, Barcelona, 1977, pp. 20-22.