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Los males de la patria - Carlos Díaz

En el año 1890 Lucas Mallada, regeneracionista de la dura generación del 98, fue uno de los pocos que, por su condición de ingeniero de minas, conocía muy bien lo que parecía poder esperarse del árido suelo español si no se acometían urgentes reformas, pero además sabía muy bien cómo era el desnutrido paisanaje moral de los carpetovetónicos: «En el extranjero en seguida se conoce a un español por su exterior antes de que pronuncie una palabra; entre nosotros, cuando encontramos a un extranjero, ¿en qué conocemos que lo es? Lo conocemos por su mayor estatura, por su rostro más sonrosado, por su mayor corpulencia, o por los tres caracteres reunidos. No será de semblante enjuto, atezado y verdoso, como el que muchos españoles tenemos, ni corresponderá en general a esa talla diminuta, a ese reducido volumen, tan común entre nosotros»1. Su obra Los males de la patria no deja títere con cabeza. Yo mismo, especialmente en los aeropuertos de multitudes abigarradas de Europa, como Holanda, o de USA, cada español me parece un desgreñado sucio, un procaz blasfemo y con aspecto de niñato posmoderno, así que nunca trato con españoles, lo que me descansa bastante. Por otra parte, no me da ni frío ni calor el tamaño de los ciudadanos más pequeños de Centroamérica, ni siento que mis cañones o mis cerillas sean más grandes que los de Portugal. Eso sí, lo que viene primo intuitu a mí en casi todos los lugares es el mismo vaciamiento antropológico.

«Si bien tenemos y hemos tenido entre nosotros grandes eminencias en las letras, en las bellas artes y en la oratoria, en todo lo que exige en primer lugar mucho corazón y mucho sentimiento, en cambio no podemos gloriarnos de poseer el talento práctico en que los demás europeos nos aventajan. Seducidos por todo lo poético, queremos huir de la prosa de la vida… ¡y pobres de nosotros! la prosa de la vida es la realidad»2. También en esto coincido con don Lucas, pero matizando: el español de hoy, además de ser absolutamente renuente a todo lo espiritual, es por lo general un hedonista ralo y un ‘socializador’ o afanador de lo común, su título de nobleza es el de conde: es conde porque esconde lo que puede.

Los españoles comemos mejor que ayer y somos más altos, más rubios y más de ojos azules, pero de estatura moral hemos decrecido bastantes pulgadas; desde luego, lo que no ha cambiado es nuestra vagancia: «Es nuestra pereza tan inmensa como el mar, cuyos límites no se pueden distinguir de una sola ojeada y cuyo fondo no se puede comprender sin largos y detenidos sondeos. Por la apatía nacional vuelan presurosos a encerrarse largas horas del día y de la noche en los cafés y casinos de todas las villas de España. ¿Qué ejemplos dais al pueblo para que tenga amor al trabajo? ¿con qué autoridad os presentáis delante de él a exigirle virtud y honradez?». Clavado, don Lucas, la pereza de Pérez es imperecedera, y hoy corran a encerrarse en los antros a berrear en manada y propagar luego el coronavirus; por lo demás el Estado ruinoso sostiene actualmente a los carentes de empleo con ayudas económicas superiores a lo que ganan trabajando. Y claro, «España sigue entumecida y rezagada detrás de todo el mundo civilizado. Todos van más aprisa que nosotros; y cuando las demás naciones dirigen a la nuestra una mirada compasiva, al verla macilenta, con torpe e inseguro paso, no pueden creer que llegue a alcanzar un puesto de honor en el banquete de la vida. Es que, en medio de sus esfuerzos, la ven envuelta en una densa niebla de apatía e ignorancia»3.

No son pocos los españoles modorros que se fijan en lo peor que le va a muchas otras naciones, hasta el punto de que se matan y son matados por entrar en España, pero eso, lejos de rectificar lo de la pereza, la ratifica, aunque los patriotas de siempre estén orgullosos de que «España es en algo la primera nación del mundo: ¡España es la primera nación vinícola!». Salud, dinero y bellotas.

Comulgo también con Mallada en que «en todas las partes del mundo hay un tanto por ciento de personas que, acabadas sus careras, ya no miran un libro, recogiendo su título cual si fuera una patente de corso para ganar grandes posiciones y ventajas con el menor estudio posible; pero aquí, donde tanta indolencia, tanta charla y tantas intrigas imperan, ese tanto por ciento debe de ser una cifra verdaderamente asombrosa. Díganlo si no esos ilustres varones, en cierto modo bienaventurados, que se propasan a escribir libros de ciencia. A todos les sale la misma cuenta final: ¡no los lee nadie!»4.

Por otra parte, «la indolencia general es la primera causa de la inmoralidad pública; una vez perdida la vergüenza con el mal ejemplo de otros tales que medran por ruines mañas, se hace más descansado, breve y lucrativo recurrir a la intriga y al fraude como método de vida, que desempeñar honrada y tranquilamente un modesto papel en la lista de las personas trabajadoras. Cuando, antes de nuestros días, eran mucho menores las necesidades ordinarias de la vida y menos extendido el lujo, con poca cosa se mantenía satisfecha a una familia, pero ahora con recursos poco superiores hacen ostentación de príncipes y de grandes personajes»5. No es que los obreros no deban tener derechos, pero los obreros, como los burócratas de cuello blanco, tienen también deberes, que no asumen.

Por si fuera poco, en España «se saquean los fondos del Estado y se derrocha la fortuna pública, lo cual constituye una perversión inicua del sentido moral haciendo buena la doctrina de que robar al Estado no es robar. Diariamente se dan noticias de desaparición de caudales y de otras mil suertes de latrocinios. En las contratas, en los suministros, en los arriendos, en las compras y ventas de propiedades, en la provisión de destinos y concesión de ascensos, en los tributos, allá donde haya subastas o percepción de reclamaciones justas e injustas, a bandadas acuden aves de rapiña, disfrazadas unas veces de formales empleados, o de respetables personajes, o de probos industriales y comerciantes, notándose a tiro de ballesta que son cuadrillas de bandidos.

»Uno de los rasgos más notables de la inmoralidad pública española es la impunidad. En el arte diabólico de explotar al Erario no hay quien nos iguale. Se cometerán diariamente toda clase de engaños, pero nunca se sabrá quiénes son los delincuentes, como si se escamoteara el caudal de la nación por maleficio de brujería y de encantamiento. En los jefes más respetables y dignos de los partidos políticos ocurre lo mismo, pero bien se guardará nadie de hacer una acusación concreta ni de citar un nombre propio. Por muchos robos que se cometan, no han de ir a la cárcel ni a presidio más que quienes no saben guardar las formas»6. Si a estas palabras añadimos por nuestra parte que la similitud de aquella España con ésta no ha variado sustancialmente, todos los palmeadores de españolidad nos tacharán de apestados inmundos, porque nadie soporta otro olor que el propio. Pedirán como el endemoniado de Gerasa que no les echemos fuera sus demonios, pero helos aquí: «Con la misma variedad de formas, tamaños y colores con que se esparcen por el campo los insectos que devoran las plantas útiles, así se presentan los caciques de diferentes espacios, familias y órdenes. Unos son chupadores, otros son masticadores; ya roen lo que únicamente tragan, ya destrozan mucho más de lo que comen; unos llevan uniformes cuajados de galones dorados, otros frac y corbata blanca, otros sendos gabanes de ricas pieles; otros gastan chaqueta, otros alpargatas, otros usan hábitos talares, otros van de capa corta, mas ninguno de capa caída, pues todos están en auge»7.

1 Mallada, L: Los males de la patria. Fundación Banco Exterior, Madrid, 1990, p. 46.

2 Ibi, p. 48.

3 Ibi, pp. 50-51.

4 Ibi, pp. 60-61.

5 Ibi, pp. 172-173.

6 Ibi, pp. 173-177.

7 Ibi, p. 187.