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Por Dios, por la Patria y el Rey no moriremos nosotros también - Carlos Díaz

«Al que aquí dice que hay un Dios,
pero que no es visible,
y que, aun siendo invisible, les ayuda,
contra el suelo empedrado
hay que batirle a muerte la cabeza.
Si reina la violencia,
es la violencia
el único recurso,
y allí donde haya hombres,
el único recurso son los hombres».

Esto escribía Brecht, y a la verdad así debería pensar el no creyente serio, en lugar de poner la otra vela a Santa Juana de los Mataderos. Cosa distinta sería saber si puede uno ser no creyente serio, pero sí una persona seria: «Viejo burócrata, has construido a fuerza de cegar con cemento, como las termitas, todos los escapes hacia la luz. Te has arrollado totalmente en tu seguridad burguesa, en tus ruinas, en los ritos sofocantes de tu vida provinciana; has levantado esa barrera contra los vientos y las mareas y las estrellas. No quieres inquietarte con los grandes problemas; sin duda te ha costado bastante olvidar tu condición de hombre. No habitas un planeta errante, no te haces preguntas sin respuestas, eres un pequeño burgués de Tolosa. Nadie te agarró por los hombros cuando todavía era tiempo. Ahora el barro de que estás hecho se ha secado y endurecido, y nadie sabría ya despertar en ti al músico dormido o al poeta o al astrónomo que quizá te habitaban entonces»1.

Recuerdo esto, aunque pueda sonar a integrismo o a fundamentalismo, porque también me horrorizan los católicos que para serlo no tienen otro recurso que el de escudarse tras otro ladrillo de cemento que el de Dios-Patria-Rey lírico y sentimentalista: «¡Soldado, ve a morir por la Patria! Si la Patria es una unidad religiosa y moral que junta en unánime hermandad las almas, y ata con la divina lazada de la creencia y tradición común la serie de las generaciones, y cubre con el amor de madre bajo los pliegues de su manto a un pueblo que teje como una guirnalda su historia para coronarlas, entonces una voz augusta y solemne como el clamor de una raza saldrá de los sepulcros de los antepasados gritando con el acento imperioso del deber y el dulce de un sentimiento maternal: ¡Ven a morir por la Patria! ¡Dios lo quiere! Y el soldado, estrechado a los suyos, murmurando una plegaria y lanzando una última mirada a la cruz del santuario, se marchará resuelto y enardecido al combate, y, al ver brillar ante sus ojos y ondear al viento el emblema de la patria, podrá decirla, con más gallardía que los gladiadores de Roma: “los que van a morir te saludan”»2. Qué bien hablaba Vázquez de Mella.

Pero ¿se les va la hoya o la pinza, o les patina la petaleta a estas gentes, especialmente a las que siguen golpeando en la misma fragua? ¿Dónde se les fue la razón? En la cueva de Covadonga, la única caverna que no visitó el esclavo de Platón: «Yo he sentido hondamente el amor a la patria en aquella gruta de Asueva de Covadonga, que fue lo primero que vieron mis ojos; yo lo he sentido cuando despertaba mi inteligencia y se formaba mi corazón bajo las bóvedas de la Basílica compostelana, bajo aquel Pórtico de la Gloria, que parece el arco de triunfo que en los albores del siglo XIII levantaron la fe y el arte para que pasaran los cruzados de las Navas de Tolosa»3. Y, después de eso, la Patria te llama, soldado, ¡a por ellos! Sí señor, es tu deber «mientras el corazón continúe siendo el primer instrumento de combate». O sea que, mientras haya latido de corazón, seguiremos con nuestra cota de mallas en la batalla de las Navas de Tolosa, en las cruzadas, y en el Alcázar de Toledo, algo que como programa no está del todo mal: «Mientras el corazón continúe siendo el primer instrumento de combate, el patriotismo será el motor de los Ejércitos, la electricidad que los haga vibrar como la hoja de una espada que saque, al chocar con las armaduras enemigas, centellas de gloria. Y no hay patriotismo sin amor a la historia de la raza, a la biografía de la madre dispersa en los episodios regionales y junta en el corazón en que todos convergen como en el nudo central de una epopeya… (Estrepitosos aplausos) Y allí, a la luz del día, con la rodilla en la tierra y las banderas de los regimientos desplegadas, jurar morir por Dios, por la Patria y por el Rey (Delirantes aplausos4.

Ave, César. No se diga que son formas de hablar de los siglos pretéritos, es la ideología más antigua y perenne que vieran los siglos: la ideología del canibalismo pues, como, dijera Cisneros, el mejor predicador es Fray Ejemplo. Poco más quiero añadir porque a estas alturas no me merece demasiado la pena, ya no me quedan lágrimas, quizá tan sólo repetir con don Marcelino Menéndez y Pelayo: «Yo quisiera compendiar todos los libros en un libro, todo el libro en una página, y toda la página en una frase». Pues bien, tengo la frase de la página del libro de los libros: Vergüenza. Qué lástima, morirme de vergüenza cuando me queda tanto todavía que leer, tanto que escribir y, sobre todo, tanto que olvidar. Mientras tanto, y en memoria de mi amigo y poeta canario, Pedro Lizcano, digo con él:

«Muchachos soñadores,
bajaos del corcel, tirad el sable.
Cuando las botas pisen los olivos
y su símbolo aplasten,
coged su savia espesa, echadla al mar,
y veréis cómo aplaca tempestades»5.

1 Saint-Exupéry, A. de: Terre des hommes, París, 1935, pp. 23-24.

2 Vázquez de Mella, J: Ideario. Obras Completas. III. Volumen IV. Editorial Voluntad, Madrid, 1931, pp. 60-61.

3 Ibi, pp. 78-79.

4 Ibi, pp. 84-85.

5 Lezcano, P: Biografía poética. Litografía Lezcano, Las Palmas, 1986, p. 160.