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Qué gran mérito, don Ramón - Carlos Díaz

«¿Qué interés de intimidad han de podernos inspirar los recuerdos de un hombre que, según confesión propia, no ha figurado para nada en el mapa histórico ni político del país; no ha vivido lo que suele llamarse la vida pública; no ha entrado jamás en intrigas cortesanas ni en conspiraciones revolucionarias; no le fueron familiares ni los clubs tenebrosos, ni los cubiletes electorales, ni fue periodista de oposición ni de orquesta; ni, por consecuencia, ministro ni cosa tal; no ha probado el amargo pan de la emigración, ni el dulcísimo turrón del presupuesto, ni firmado en toda su vida una mala nomina, ni recibido la más humilde credencial?». Esto escribía don Ramón de Mesonero Romanos cuando había rebasado los setenta años. Pues bien, don Ramón, yo se lo explico: porque es usted un hombre bueno, excelente cronista de la España de los Bonaparte y de Felipe VII, del hambre en Madrid, y porque da gusto leerle sin poder despegarse de su pluma. Poco o nada que ver con esas otras Memorias de políticos insulsos y gente del mester de progresía, o de líderes o lideresas yanquis: más de dos horas intentando encontrar alguna en aquella gran librería de Houston abarrotada de biografías de políticos, de boxeadores, de gentes de alcoba, de altezas, de covachuelistas, de jóvenes divinogénitos e histéricoviriles que no valen media mierda. Yo, como el don Hermógenes, prefiero con mucho ser aquel delicioso pedante de la Comedia Nueva que hablaba en griego para mayor claridad, y que, si viviera hoy, adoptaría la jerigonza filosófica alemana, en lugar de sahumerios dedicados a incensarios cortesanos y a prostitutas vistosas.

¿Y qué haríamos durante el trayecto de las 33 leguas que en la época de Mesonero separaban Madrid de Salamanca, «empleando cinco días mortales a razón de cinco o seis leguas en cada uno, y andando desde antes de amanecer hasta bien cerrada la noche, y que hoy se salva en diez horas por ferrocarril?»1. Yo iría tan contento a cursar latinidad, algo que, como diría Cervantes, «capítulo por sí merece». Mas o menos es lo que hice cuando en 1961, mi primer curso universitario, agarraba mi pesada maleta de madera reforzada con una cuerda llena de libros y cargado con ella salía a los diecisiete años a coger el tren que pasaba de madrugada por Puertollano hacia Madrid y luego, desde esta ciudad, con el autobús de Autorrés hasta la capital dorada, amarilla por su piedra berroqueña, mi Salamanca amada, cuando ya cerraba la tarde. Aquello, pese a todo, no pasaba de ser una modesta hazaña en comparación con el esfuerzo económico que hacían mis padres, maestros de escuela.

Nunca hice otra cosa que cargar con libros, los cuales, ya siendo profesor en la madrileña Universidad Complutense y echándome a la espalda cada día una abultada mochila, los regalaba a mis alumnos para que leyeran, aunque no todos los aceptaban, alegando en los años finales de mi docencia que los tales libros pesaban demasiado pues, a diferencia de Sancho Panza, que «así ensillaba el rocín como tomaba la podadera», estos jóvenes desgraciados, desagradecidos y desagraciados preferían andar mariguanos, antítesis de mis alumnos mexicanos años después.

Probablemente no vendrá a cuento la anécdota que voy a añadir, pero ahí va: cuando el capitán Castaños, presentándose en la corte un día de invierno muy riguroso con pantalón blanco de hilo, apostrofado por el Rey a causa de su extravagancia, le contestó: «Señor, acabo de cobrar la mesada de julio, y por lo tanto continúo vistiendo como en aquella estación». Tal vez lo cuento porque, cuando yo iba de verano, ellos andaban de invierno, de forma que acompasábamos muy mal nuestros respectivos pasos metafísicos. Y, si no lo cuento por eso, tampoco importa, quizá se deba a mi disnoesis progresiva que ya desbarata cuando se trata de las asociaciones de ideas, hombre de cortos alcances y continente vulgar.

Pese a todo, Mesonero Romanos tuvo la gran fortuna de vivir de sus libros, algo al alcance de los elegidos: «El librero Cuesta, apartándose por primera vez del retraimiento usual en el gremio, y haciendo alarde de una inaudita magnificencia, se me presentó (concluida que fue la primera edición) con la pretensión de hacer de su cuenta y riesgo la segunda y, para apoyar materialmente la demanda, puso además sobre la mesa de mi despacho una talega de mil pesos duros contantes, sonantes y de cordoncillo (no se habían inventado todavía los billetes de banco), además de lo cual a mi pobre y prosaico ingenio le cupo en suerte el no menos difícil triunfo, inverosímil entonces, de enseñar al público el camino de la librería»2.

Qué gran mérito, don Ramón, usted lo logró con su buena información, que no hablaba de que «los señores de Tal se quedaban en casa los lunes; que en los salones de la duquesa de Cual se haría música los martes; que los miércoles abriría sus salones la embajada Tal, o en la de Cual se ofrecería un thé dansant los jueves; que los marqueses de X harían las delicias de todo Madrid los viernes, ni que los sábados o domingos darían una de sus maravillosas soirées los opulentos banqueros Tal o Cual»3.

Gracias, maestro. Y aquí nos despedimos por hoy, con su pseudónimo mismo (El curioso tacente):

«Sólo mi humilde barquilla
ante el piélago profundo
descansa sobre su quilla
mirando desde la orilla
el laberinto del mundo.
Nada era, nada soy,
a mi nulidad me atengo;
y lo mismo ayer que hoy,
a mis soledades voy,
de mis soledades vengo»4.

1 Mesonero Romanos, R. de: Memorias de un setentón. Editorial Tebas, Madrid, 1975, p. 108.

2 Ibi, p. 309.

3 Ibi, p. 320.

4 Ibi, p. 404.