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Aplaudid, malditos - Carlos Díaz

Por cierto, ¿conocen ustedes el chiste de aquel individuo que le pregunta a otro qué haría si se viera acorralado por un toro en un callejón sin salida donde no hubiera árboles ni ventanas a donde encaramarse ni vecinos a quienes pedir auxilio? Pues el otro hombre contesta angustiado: «¡So canalla, usté lo que quiere es que me coja el toro!». O, por lo menos, una buena dosis de angustia, que es lo que le pasa a alguna gente con esto del aplauso.

La gente mayor todavía se acuerda de Nikita Krutchev golpeando airando con un zapato sobre una mesa de las Naciones Unidas, conforme a la rudeza del alma rusa, capaz de lo mejor y de lo peor. Desde luego aquello contrastaba con la forma cursi de besar las mejillas sin besarlas para que no se corra el rímel, cursilería que también se mantiene en el «daos fraternalmente la paz» donde los curas católicos sacan un trasero respingón sin ni siquiera abrazarse en el momento litúrgico. Y el saludo con los codos para evitar la transmisión del virus ya es de campeonato, un regreso a los niños y niñas yeyé y a la yenka que me deja atónito. Desde luego, prefiero con creces el saludo ceremonioso chino, aunque a veces pierdes el autobús. Últimamente también he tenido ocasión de contemplar cómo la vieja forma de aplaudir de los alemanes ha comenzado a tener éxito académico en España: se golpea sobre la mesa con los nudillos, mucho ruido, pero pocas nueces con esa falta de entusiasmo y de salero propia de los teutones que en las cervecerías bávaras iban sentándose uno junto a otro sin decirse ni mu, comenzaban a beber cerveza, y al rato ya estaban balanceándose tan amigos los unos junto a los otros entonando canciones tirolesas que recordaban a Heidi y su amigo Marco. Les aseguro que las fiestas académicas no se pueden aguantar en esos ámbitos sin hacer lo mismo.

Cuando de mí se trata, vale decir, cuando algún auditorio me aplaude, ya sé bastante bien qué hacer. Tendría tres fórmulas. La primera es de un gran orador: «Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo»1. Así comenzaba José Antonio Primo de Rivera el discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid el día 29 de octubre de 1933. Pero yo no tengo una camisa azul, aunque reconozco que es un color neto, entero, varonil y proletario.

La segunda, del integrista Vázquez de Mella, todavía mejor orador: «Señores: Desde este mismo sitio se ha hecho de mí un tal extraordinario elogio, que de haber salido de otros labios pudiera creer que encerraba más de sátira que de alabanza. Pero, como no puedo dudar de la sinceridad que animó aquellas palabras, un elemental deber de cortesía me anima a recogerlas con gratitud, y aun me forzaría a corresponder a ellas diciendo que procedían de una palabra experta y elocuente y de un polemista de agudo y sutil ingenio, maestro de estrategias parlamentarias, si no temiese que algún espíritu suspicaz creyese que habíamos formado, no una unión, sino una sociedad de elogios mutuos, y por eso me limito a dar las gracias, y no digo más»2. Hay gente para todo, pero este señor era un plasta solemne.

Y la tercera es de un orador más modesto, que soy yo mismo, y que desde hace muchos años me aplico así: traduzco mentalmente los aplausos en ruido molesto y desconecto, pues los ruidos, o el mero hablar demasiado alto de la gente, me causa dolor de cabeza. Yo puedo ser fatuo en otras muchas cosas, pero en esa no: perro viejo ladra sentado. Así no tengo que decepcionarme cuando las palmas sobre mis anchas espaldas en catarata terminan decayendo en palmaditas para ahuecar la tos blanda, sin nada más que eso. Y lo mismo me pasa con la pueblocracia desgreñada que jalea y jadea.

Las cosas son para mí mucho más simples: he subido demasiado a las tribunas, y conozco el plausímetro y las malas artes de no pocos de los especialistas en cliquear. Digo yo que si no habrá una forma de darles un móvil y dejarles que hagan su trabajo según la intensidad y el tiempo que se hayan programado, desde un segundo (como el vals del segundo) a diez o quince minutos cuando deseamos algo de nuestros jefes, pudiendo además elegir modalidad, es decir, tono y ritmo, flamenco o clásico, etc., e incluso la fórmula de la salvación de Europa actualizando las Ordenanzas de Carlos III con marcha militar.

Además, ¿qué se aplaude?, ¿quién aplaude? «Antes, con la obtención de un título universitario y el triunfo de unas oposiciones, el hijo de un pequeño burgués podía convertirse en un gran burgués; ahora, con el mero requisito de matricularse en unos cursos y acogerse a un aprobado general, el hijo del obrero puede convertirse en un intelectual… Habrá una masa igualada en infracultura y unas minorías que tendrán cultura por el solo privilegio de haber nacido en una determinada categoría o de haber vivido en un determinado ambiente»3. Esto es un caso flagrante de terrorismo intelectual y tan malo será que se haga desde un ministerio, un cabildo, un partido político, una universidad, un periódico o Paca la del barrio. El desencanto de Ortega consistió en que lo que él soñaba como una república de profesores ha resultado ser una democracia de energúmenos, así pues, ¿qué va a decirle usted a Ortega? Pero bueno, el mejor modo de redimir a la humanidad no es dar testimonio de las propias miserias esforzándose en ser más hormigas que las propias hormigas, como afirman hoy algunos genetistas de poblaciones, a pesar de que los pigmeos tengan sus galerías de comunicación.

La anécdota que relata mi admirado e inolvidable José Luis Rubio me gusta más: «Hace unos años, una muchacha del servicio de una residencia universitaria hizo ejercicios espirituales. Alguien le preguntó: “¿Y en qué se nota que has hecho ejercicios?” Respondió: “Ahora barro también debajo de las alfombras”. En España estamos necesitados de unos ejercicios espirituales así»4.

1 Primo de Rivera, J-A: Discursos y escritos. Ediciones del Movimiento. Madrid, 1972, p. 5.

2 Vázquez de Mella, J: La persecución religiosa y la Iglesia independiente del Estado ateo. Junta de Homenaje a Mella. Obras Completas, Volumen V. Madrid, 1931, p. 73.

3 Duque, A: La estupidez de la inteligencia. Ediciones Encuentro, Madrid, 1982, pp. 149 y 156.

4 Rubio, J-L: Europa como evasión, Iberoamérica como revolución. Editorial Zyx, Madrid, 1968, p. 71.