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Demasiada pureza mata - Carlos Díaz

Entre los abundantes decretos publicados por la Inquisición española ocupa un puesto privilegiado el de 1559 por el que se ordenaba quemar una lista nutrida de escritos espirituales. Santa Teresa, ávida lectora desde su niñez y harta de aquella beatería enfermiza, escribe: «Cuando se quitaron muchos libros de romance ordenando que no se leyeran, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos». Son siempre los peores que se creen mejores los mismos que hacen imposible crecer a los mejores.

Que los docentes de las escuelas católicas (y en general de todas las escuelas, incluidas las ‘científicas’ del marxismo-leninismo) recorten tanto el pensamiento como aquellos otros obispos de los que se decía que su mitra era el apagavelas de la ciencia, me parece que tiene su posible última raíz (transformada en ultima ratio) en el miedo pavoroso a las teorías mismas que dicen profesar, pues temen que sus contenidos les desborden a ellos, sus contenedores. Por eso, para evitar que no se les escape la verdad, la agarran tan fuertemente que terminan ahogándola, algo universal y propio incluso de muchos ateos que matan a Dios por miedo a que Dios los mate a ellos.

Todo se reduce, desde un punto de vista psicológico, al miedo a amar, a dejarse llevar, de ahí el fondo patológico de tantas ortodoxias que de este modo se muestran a sí mismas en su esplendorosa nulidad porque enseñan tan sólo lo poco que son ellas mismas. Más papistas que el papa y más trotskistas que Trotsky, los claustros de los educadores están llenos de estos brutos que todavía no han dado el paso de la hominización del mono al hombre, y mucho menos de la humanización del hombre a la persona. Cuanto acabas de leer puedes aceptarlo, pero cuando de ti se trata, mono sapiens y no homo sapiens, alto ahí, que venga la autoridad y te detenga por injurias y difamación. Así funcionan las sectas, organizaciones engañosas que fomentan el fanatismo irracional y espiritualizan la barbarie con un penoso proselitismo ético-religioso.

La manipulación mental conlleva, en efecto, control de la conducta, control de la información, control de las ideas y control de las emociones, porque el aleccionado es temido por el aleccionador. Estos son algunos de los caracteres que resumen y ejemplifican a los pedagogos de esa clase: control de la atmósfera social y de la comunicación humana; manipulación mística, demandas de pureza inalcanzables, redefinición del lenguaje y de los contenidos semánticos, selección inmediata de los buenos y de los malos con criterio muy maniqueo, ciencia sagrada, es decir, doctrina con certificación de absoluteidad científica y moral, que convierte al dogma en incuestionable, todo lo cual es presentado con fuerte destructividad y agresividad.

Si Max Weber designaba a la iglesia como comunidad de creyentes y a la secta como comunidad de elegidos, esta última se concentra en la absolutización de la autoridad del archipreboste mayestático, y de esta guisa la supuesta gran capacidad intelectual, espiritual, o aun los poderes físicos del líder, hacen presa en los seguidores. Del escoliarca al grupo de colaboradores fanáticos más cercanos, y de éstos a los escolares, la enseñanza se vuelve un círculo cerrado en el que, si entras, ya no sales o, si sales, a veces lo haces con los pies por delante: salón Romerales, no sabes cuándo entras, ni sabes cuándo sales. En resumen: la doctrina por encima de la persona. En los casos de sectas pedagógicas de alta intensidad social se establecen subgrupos que reproducen unánimemente la santa doctrina limitando la autonomía y la autoridad de las personas un poco más críticas.

Por lo demás, nada es gratis, y la obtención de bienes derivados resulta grandísima gracias a la acumulación de propiedades por parte de los líderes a cambio de supuestos milagros a sus bienhechores, que devienen a su vez malefactores. Al final, lo que escribió Guadalupe Amor:

«Tal vez no fueron sino sensaciones
que fabricó un cerebro alucinado,
a causa de ignoradas vibraciones.
Ahora, hasta el paisaje se ha esfumado»1.

En lo que podríamos considerar el primer derecho penal romano se abrió desde el principio un debate sobre si hay que custodiar a los que custodian (quis custodiet custodes), habiendo opiniones muy diversas (auctores utroque trahunt, resumió Aulio en sus Noches áticas, obra tan celebrada por Hegel: «los autores de mi derecha dicen, sin embargo los de mi izquierda dicen»), pero la cuestión sigue ahí: ¿quién le pondrá el cascabel al gato? ¿El ratón asustadizo? ¿Su dueño y señor? Mucha tinta se ha derramado respecto a la cuestión de si es lícito matar a quien mata voluntariamente, algo que llevó a la escolástica jurídico-política española de máximo prestigio a justificar incluso el tiranicidio, y hace falta mucha sangre fría, mucho miedo, o mucha santidad para no justificar un atentado mortal contra Hitler para evitar sus genocidios. Al final, de todos modos, nuevamente auctores utroque trahunt, lisa y llanamente porque se trata de una posición dilemática, y en consecuencia, sin salida.

En efecto, el fondo de ojo de todo esto me parece estar en otra parte: resulta imposible acabar con todos los males del mundo, porque el mal puede ser todo el mundo, no sólo el maestro cavernícola, sino incluso el más refinado libertario pues, como es bien sabido, también andaban a la greña no pocos libertarios por cuestiones de liderazgo derivadas de la libre interpretación del sentido de la vida y de la muerte. Torturar a otro para que no torture, matar a alguien para que no mate más, enseñar al sectario a enseñar sin dogma, todo eso solamente puede hacerse desde fuera de esos sistemas, como lo formuló la paradoja de Gödel. Pero esos sistemas somos nosotros, y quizá la labor de la escuela debería consistir, además de enseñar matemáticas, en ayudar a conocerse a sí mismos y luego en ponerse a rezar. A eso he llegado como conclusión existencial. A la pureza no se va por la impoluta pureza, sino por el reconocimiento de la inidentidad. Lo siento.

1 Amor, G: Máscaras. In Howland, S: “Antología literaria de autores mexicanos”. Editorial Trillas, México, 1986, p. 488.