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La verdad sospechosa - Carlos Díaz

Pobre el rey Don García, que espera que con su sofrenada cambie de conducta el crápula de su hijo Don Beltrán:

«Don Beltrán: –Mentís.
Don García: –Quien dice que miento yo, ha mentido.
Don Beltrán: –También eso / es mentir, que aun desmentir / no sabéis sino mintiendo.
Don García: –Pues si dais en no creerme…
Don Beltrán: –¿No seré necio si creo / que vos decís verdad sólo, / y miente el lugar entero? / Lo que importa es desmentir / esta fama con los hechos… / Que nacisteis noble, al fin, / y que yo soy padre vuestro: / y no he de deciros más, / que esta sofrenada espero / que baste para quien tiene / calidad y entendimiento»1.

El bueno de Don Beltrán, después de echar un rapapolvo a su licencioso hijo, cuyas verdades siempre le parecen sospechosas, nunca se cansó de tanto disputar, pero eso porque creía en la verdad mucho más que en su hijo. Como quiera que sea, cuando se quiere creer en algo las disputas resultan interminables:

«Gutiérrez: –¿Qué contiene aquel papel fijado en la puerta?
Mesa: –Conclusiones físicas y teológicas, unas problemáticas, otras afirmativas, otras negativas que, según allí mismo se expresa, se ha de defender e impugnar en esta cátedra de Teología en martes, o la feria tercera, como dicen los escolares.
Gutiérrez: –¿Son acometidos con mucho vigor los que descienden a la palestra para defender las conclusiones?
Mesa: –Terriblemente, y es tal la disputa entre el sustentante y el arguyente, y de tal modo vienen a las manos, que no parece sino que a ambos les va la vida en ello. En asiento elevado está, con muceta y capirote doctoral, insignia de su grado y dignidad, uno de los maestros, a quien tocó el puesto según las constituciones, y es quien dirige la controversia y aclara las dudas: presidente del dictamen y juez de la disputa»2. Lo que ocurre es que los de muceta y capirote invistiendo doctor honoris causa a Mario Conde en la Universidad Complutense también disputan, pero contra la verdad, que es la tortilla de arriba, porque todos la manosean y ninguno se la queda.

Yo soy un animal erístico y un poco demasiado disputador, aunque comprendo que nada hay más conducente al callejón sin salida ni a la vía muerta que semejante actitud. A mí me cuesta demasiado renunciar a tener la última palabra, aunque me esfuerzo lo que nadie sabe. Pero casi nunca puedo evitar amontonar argumentos, afilar ingenios, ni siquiera dar tregua, excepto en un par de casos: cuando se trata de alguien a quien reconozco como maestro o como muy experto, y cuando amo a alguien con especial ternura, pero no lo veo capaz de dar más de sí. Luego me puedo ir a tomar tan ricamente una cerveza con el contrincante, y aquí paz y después gloria. Si no fuera por el acaloramiento a veces excesivo, defecto de mi carácter –entre la agresividad y la pusilanimidad– esa actitud me parece bastante mejor que sentarse en el sofá para ver ‘algo excitante’ en televisión o en sus innúmeros derivados.

De todos modos, lo hasta aquí dicho no es nada, pues las dentelladas y zarpazos vienen cuando yo, la fiera, lucho conmigo mismo sin avenirme a razones de ninguna clase, tal y como lo proclaman muy especialmente estos versos de Fray Miguel de Guevara:

«Levántame, Señor, que estoy caído,
sin amor, sin temor, sin fe, sin miedo;
quiérome levantar y estoy quedo;
yo propio lo deseo y yo lo impido.
Estoy, siendo uno solo, dividido;
a un tiempo muero y vivo, triste y ledo;
lo que puedo no hacer, eso no puedo;
huyo del mal, y estoy en él metido»3.

Cuando a veces manifiesto mi congenialidad con estos autores que se sienten culpables por su eterno negarse, como Mefistófeles, el que siempre rechaza, me asalta también un cierto miedo a que se rían de mí los incrédulos que proclaman no tener creencias, ni culpa, ni fe en el perdón, pero en el fondo supongo que también ellos llevan la misma brecha abierta en plena proa, pues a nadie le falta una cierta o incierta inidentidad que le contraríe, por lo cual a veces, calafatean sus frágiles barquillas con bandera pirata en calas donde piensan que nadie les ve llorar, y entonces a veces gritan.

Pero no puede uno pasarse la vida moqueando, así que me parece muy acertada también para mí mismo la pedagogía de Juan Bautista de la Salle cuando dio la siguiente recomendación a los maestros lasallistas que habían de vérselas con discípulos especialmente intratables: «Si el maestro no puede impedir que el alumno a quien ha corregido se ponga a regañar, a refunfuñar, a llorar, o a perturbar la clase, ya sea por ser muy pequeño o por falta de juicio, o por cualquier otra razón, y si el maestro advierte que los golpes no van a conseguir llamarlo al deber, sino que tal vez, por el contrario, lo tornarán más indócil, será normalmente más oportuno no castigar a ese tipo de alumnos, y aparentar que uno no lo advierte cuando no estudian o no cumplen con su deber en cualquier punto»4.

Demasiados golpes, y no precisamente de pecho, no me han ayudado a madurar, así que me hago conscientemente el loco (lo que resulta bastante más fácil de lo que parece) para intentar alabar más y renegar menos (re-negar: negar la negación de la negación que hay en la afirmación y de la afirmación que hay en la negación…) y que Dios me ampare.

1 Ruiz de Alarcón, J: La verdad sospechosa. Acto I: La cena del Manzanares. Ed. Trillas, México, 1962, p. 174.

2 Cervantes de Salazar, F: Diálogos. Ed. Academia mexicana, México, 1970, pp. 61-62.

3 Guevara., M. de: Sonetos. Joyas Literarias, Editorial México, México, 1915, p.78.

4 San Juan Bautista de la Salle. Obras completas, Volumen II, Ediciones San Pío X, Madrid, 2001, p. 99.