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¡El lenguaje, manda huevos…! - Carlos Díaz

Mucho de lo que se escribe es basura de resonancia, y lo mismo les ocurre a los mensajes de los medios masivos. Hay expresiones como el galicismo poner en valor, calcado de mettre en valeur, o directamente estúpidos, como que algo que se ha vuelto viral, expresión anterior a la pandemia viral y que tal vez la haya desencadenado como justo castigo. De los anglicismos mejor no hablar, pues a este paso el español va a terminar siendo spanglish tex-mex: ahí tenemos con gran éxito comunicativo a los influencieros y las influencieras, o sea, a los influencers descerebrados, raperos monorrimos que gozan de seguidores de una sola idea, los nuevos cerebritos a falta de intelectuales, de maestros, o de gentes bien preparadas.

Al paso que vamos, el sueño de la gramática universal, es decir, la intertraductibilidad de todos los idiomas, se va viendo sustituido por este nuevo lenguaje cerrado, por llamar de algún modo a esta jerga plana, atonal, de ‘pensamiento’ único, esta neolengua que pone de relieve el bajo coeficiente intelectual del loquiparlante, una vez fagocitado todo intento de gramática constructiva a partir de la pluralidad y de la riqueza idiomática.

En el lenguaje oral pasa más de lo mismo, pues cualquier locutor de campanillas puede pronunciar el término alemán München anglificándolo (Miunich, de la ganadería de los toros Miura) y quedar como un rey, porque la monolengua, lengua única de los monos, es lo que hay, y es también lo que explica que lo anómalo social devenga patrón societario cuando es el pueblo entero el que desbarra, algo que ya sabíamos desde que Norma Duval pasó a ser norma moral, y eso por norma. Esto se llama sociologismo moral.

En lo único en lo que veo variedad, y mucha, es en la prosodia, ámbito en el cual cada reportero rompe las palabras según se le antoja, las enfatiza según su personal estado momentáneo de euforia, las descoyunta y las magrea según su gusto poniendo los acentos, las cesuras, las pausas y el ritmo donde y como le da real gana, haciendo del micrófono macrófono. Menudos destrozos en el caso de los locutores deportivos.

Así que, y resumiendo, por aquello tan estúpido de McLuhan, según el cual una imagen vale más que mil palabras, dentro de poco volveremos al cine mudo viendo a Chaplin comerse un zapato, pues al fin y al cabo resulta muy inteligible en épocas de hambre, que van siendo las normales. Para hablar chueco, mejor callar, basta con que movamos las manos como los italianos, que casi hablan el lenguaje de signos para sordos.

Por otro lado, los nuevos analfabetos (an-alfabeto: incapaz de lograr que la beta siga al alfa, disnoesia) han descubierto que ningún conjunto de reglas, por muy completo que sea, resulta suficiente para describir las expresiones posibles de cualquier lengua viva, razón por la cual sería completamente ilusoria la adecuada descripción de lo real, así que a inventar. En tales circunstancias, a quien, terminada su confusa intervención, me pregunta ¿me explico?, a fuer de sincero este pobre servidor de ustedes no tiene otro remedio que contestar: no, vuelva a intentarlo, por favor. Usted sabrá si se explica, a mi debería preguntarme: ‘¿me entiende usted?’. A veces surte efecto, pero la mayoría de mis interlocutores, que creían haberse explicado como los ángeles, y que no se esperaban mi respuesta, esa buena gente, emulando a la mancha de la mora que con otra más verde se quita, termina con una explosión sintáctica, semántica y pragmática, grande caos, y entonces cae sobre nosotros la noche sin aurora.

Y, como el medio ambiente étnico, histórico, o simplemente sexual, pide dos lenguajes distintos, compañeros y compañeras, para lo que antes se decía mucho más rápidamente, vengo proponiendo una campaña de recuperación del género epiceno, o sea, nada de macho búho y de macho hembra: primero decimos búho, y si hace falta luego le miramos el sexo a la criatura. Y no digamos nada si se trata de una cotorra o de los loros políticamente correctos, grandes psitacistas, pues entonces vamos a vernos obligados a examinar no sólo el sexo del ponente-ponenta, sino también del mimético cotorro, no sea que, por la indiscernible indistinción entre los sonidos de ponentes y replicantes, la cosa termine con un exceso de huevos, o a que tengamos más huevas que huevos. Ya verán cómo en esta algarabía se impone el barroco, aunque también el rococó, porque co-co-co es la traducción fonética de aquel barullo. No sé si me estoy yendo del tema, maestro Góngora.

Pero las penas nunca vienen solas. En efecto, como también los sexos varían ahora y se descubren históricamente, de tal modo que el día antes de tu muerte tienes la oportunidad de saber que en realidad eres hembra y no macho, o a la inversa, y como en base a la creatividad no podemos esperar que los lenguajes sean permanentemente válidos, ello obligará a cambiar de jerga cada equis tiempo. Ni imaginarme puedo qué terminaré escribiendo, si para entonces tengo huevos o huevas.

En fin, que podremos pasar de un modo sistémico de representación lingüístico a otro, pero sin decir nada objetivo sobre la realidad. El lenguaje es ahora un sistema mal definido, y por tanto vale todo, cada acto del lenguaje (igual da habla que lengua) está incrustado en las convenciones, las interferencias sociales y filosóficas, los énfasis fortuitos del momento, la armadura de la locución, anything goes. Y entonces «un estilo es una contra-afirmación de las convenciones colectivas inadecuadamente normativas, operativas, o, más precisamente, residuales y en buena medida inertes, de la vulgata circundante»1.

Pero hay una Vulgata culta, con exquisitas normas de interpretación, y muchas vulgatas vulgares que, tras de haber reducido la razón a sentimientos, incapacitan para traducir los sentimientos privados a la forma pública, pues los elementos de particularidad que ofrece a examen una obra literaria son asombrosamente cuantiosos, sutiles, y están tan interrelacionados, lo que les hace muy hermenéuticos, pero nada o poco inteligibles, y entonces el contexto total de significado potencial es ‘todo lo que venga al caso’. Mi problema es que muchas veces ya no sé cuándo algo viene al caso en esta Biblioteca de Babel, como aquella colección de lecturas fantásticas dirigida por Jorge Luis Borges a lo largo de treinta títulos. Al final se impone, como él decía, «la mutable constancia del yo de Heráclito»2.

1 Steiner, G: Sobre la dificultad y otros ensayos. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 234.

2 Borges, J-L: Prólogo a “La Biblioteca de Babel”. Ediciones Siruela, Madrid, 1984, p. 11.