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Índice de indicios - Carlos Díaz

A mí el dedo índice me sirve, dada mi inhabilidad para todo lo manual, sólo para indicar, hoy ya más que para vindicar y reivindicar, de donde deduzco que está para causas menores. No sé si será por la propia edad o por la edad de los demás, ya que uno tiene siempre al mismo tiempo que la propia la ajena, pero, sea por los motivos que fueren, los demás tienen a estas alturas tantas necrosis, que no olvido aquello que me dijo el profesor Aranguren, quien con una breve frase sugería habitualmente mucho: «Cuando comienzan las artrosis terminan las ganas de luchar». Y, siendo así que a los veintiún años la rótula comienza a calcificarse, entonces quedan ochenta años para anquilosarse y no mover las posaderas, una vez resecas también las meninges por aquello de la unidad psicosomática: mente adolescente en cuerpo senil.

Aunque me he resistido como gato panza arriba, al final mi dedo índice no sirve ni siquiera para dar la palabra a los periodistas desde el lejano atril del poder, algo tan usual en USA, y de ello tengo cada día mayor cantidad de indicios, hasta el punto de poder ser clasificado como un indiciador. Indiciar es lo mío, o sea, poca cosa, aunque tal vez podría dedicarme a bibliotecario recopilador con esa memoria de elefante que Dios me ha dado para algunas cosas, en su mayor parte obsesiones. Sí, aquí estoy, indiciador y panóptico a un mismo tiempo, ya que mi dedo no es como el de aquel grumete medio desharrapado que desde la altura de la nao gritó excitadísimo hasta perder la voz ¡tierra!, lo que le convirtió en el descubridor de América, algo que por cierto ya estaba descubierto, y de este modo más parecido a esos pájaros tan cucos que gritan en un sitio y ponen los huevos en otro, cosa por lo demás común en casi todas las profesiones.

Por semejante motivo el índice final de todos los indicadores de indicios parciales se denomina Tiene huevos el índice, algo, por lo demás, muy cercano a las tesis doctorales, querido Sánchez, lumbrera académica, y todo esto por no hablar de los índices de tesis doctorales apócrifas hechas por ‘negros’ más negros que los diez negritos de Agatha Christie, y que hubiera significado para mí un excelente modo de vida, pues a las velocidades o velociudades que escribo sin caerme de la moto, te hago una tesis cum laude en tres meses como máximo por un precio razonable. Me ayudan mucho al respecto El rincón del vago y el Index librorum plagiatorum, uno de los textos más graciosos que he encontrado en mi vida y que va a dar el campanazo cuando lo publique. Lo que puedo irles adelantando si me prometen guardar el silencio, ya que sólo me faltan algunas pinceladas, es que tiene el mismo perfil de los premios de novela, certámenes en donde se proclama a cuarenta novelas la mejor novela del año, pasarela llena de metástasis.

Pero, como muy bien saben ustedes, queridos lectores y lectoras, la vida misma deja chiquitas las causas mayores, así que hagan favor de creerme si les digo que en aquella ocasión en que me examiné de la cátedra de instituto de bachillerato me cubrí de gloria citando autores y libros que nunca existieron, excepto mi querido compañero de habitación en la Newman Haus muniquesa, Nikolaus Globisch, al que elevé a los altares de la filosofía no siendo él sino un estudiante de medicina que medía dos metros, al menos resulta innegable que la cosa tenía altura. Claro que tampoco era tan difícil, si mirabas la papada de uno de los miembros del tribunal con apariencia de luchador de sumo, y la actitud postural del otro que no paraba de dar cabezadas, por lo cual, y a juzgar por los indicios indiscernibles, nunca llegué a saber si eran de asentimiento o de aburrimiento. Sería de lo primero, porque saqué el número uno entre aquel multitudinario rumor de sotanas que ya opositaban preparando su exclaustración en plenos fervorines democráticos que iban a salvar la República, porque España todavía era Expaña, aunque, eso sí, animada por Manolo el del bombo, bombo que le fue regalado por el Estado junto con las entradas y los viajes gratis para que no faltasen los alaridos, los ruidos exorcizadores, ni los ajos en la portería, todo ello para que el enemigo, la pérfida Albión, o el equipo de la URSS, no destrozasen de nuevo a nuestra Armada Invencible, la rojilla, la tan mundialmente reconocida por su furia hispánica. Y siempre Matías Prats, padre del hijo homónimo –más esclerótico que el padre vendiendo seguros de coches–, erizando los pelos de los españolitos venidos al mundo te guarde Dios cada vez que nuestros siempre perdedores sobrepasaban el círculo central, algo glorioso cuando culminó con el gol de Marcelino, cuya testa quedó coronada por los laureles olímpicos para la posteridad.

El problema que tengo es que la gente no recuerda ese pasado glorioso ni ningún otro, por lo cual no me sirve de mucho recogerlo en mis índices del ayer, lo cual contribuye al derrotismo pesimista del hoy, fecha en que a este país le siguen saliendo por las orejas los virus batiendo todos los récords mundiales, algo también difícil de explicar: ¿cómo el país antaño con la sanidad mejor del mundo hace el ridículo hogaño ante el resto del mundo? Solicito su ayuda, porque no sé ni cómo indicarlo primero, ni cómo indiciarlo después. A menos que esta mi incapacidad se deba a estar más esclerotizado de cuanto yo mismo imagino, lo cual viene a refrendar que resulta más fácil darse cuenta y dar cuenta de las propias esclerosis que de las ajenas. No sé yo si hacerme un lifting serviría de mucho, pero les agradezco me ayuden a decidir, a tenor de los que su propia experiencia. La sabiduría de los mayores ha de ser vital también para medir los índices de decalvación, pues el peor indicio o indicador de los males de la patria es decir «del viejo ni el consejo».

Sea como fuere, estas minucias hacen mucho bien y son muy apañaditas, pues exigen poca presencia y todavía le pagan a uno, aunque sea escasamente, por el servicio, que –añado– a nadie le interesa cuando manda el progreso. ¿Cómo llegar a la gente este pobrecito escritor arrinconado, si ella misma, tan pletórica de gimnasio y de cuerpo Danone, se halla anquilosada pese al gimnasio? Repasando mis índices, siempre pongo el dedo en la misma línea: en aquel burócrata de Melville que convirtió en rutina la frase «preferiría no hacerlo» cada vez que se le solicitaba algo, y que fue siendo olvidado poco a poco hasta que, convertido en irrelevante mota de polvo, fue barrido por el encargado de la limpieza de la oficina sin que nadie lo notase. Muy indicativo.