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Dejar a Dios ser Dios - Francisco Cano

El amor de Dios no entiende de horarios, ni de honorarios (retribución). Se pusieron a protestar contra el amo: «Estos últimos han trabajado sólo una hora y les has pagado lo mismo».

No puedo obligar a Dios a que actúe con mis criterios. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?

El relato de Mateo tiene el poder de cuestionar, interpretar, comprometer, invitar y movilizar. Dios tiene sus caminos: porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos (Is 55,6-9).

En el evangelio aparece el adverbio “hoy” en varios relatos: Jesús tiene tres “hoy” y una “Hora”: hoy se cumple la palabra que acabáis de escuchar; hoy ha llegado la salvación a esta casa; hoy estarás conmigo en el Paraíso, y por parte de los ángeles: hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, y por boca del Padre: Tú eres mi Hijo, yo hoy te he engendrado.

El último “hoy”, última palabra que evoca el jardín bienaventurado (Paraíso), se pronuncia en la desolación del Calvario, y lo destaco porque la más dulce bendición se eleva entre los ultrajes, porque lo que designa la recompensa del justo es dirigido a un bandido que es, sin duda, un asesino. ¿Cuántos méritos adquiridos tenía este bandido? Ninguno.

Jesús sólo tiene una “Hora”, Jesús llama “su hora” al momento supremo hacia el que tiende toda su actividad y para el que realmente ha sido enviado, el momento de la verdad, cuando su ser de Hijo del Padre se manifiesta en su transparencia absoluta: como pura obediencia por amor al Padre y como entrega, que es la expresión del amor del Padre a la humanidad; Hora en la que libremente se entrega por nosotros, sin merecimiento alguno. Este es el Dios que revela Jesucristo, en el que creemos.

¿Este es nuestro esquema mental? Dios no se rige por los patrones de la justicia humana. Se trata de ver la vida desde la perspectiva de Dios, no desde la nuestra. La fe exige un cambio de pensamiento, de costumbres, de esperanzas. La primera es dejar a Dios ser Dios, el protagonismo lo tiene Él, no el hombre.

Esta palabra está alejada, distanciada del común pensar y sentir: todos tenemos derechos, y Dios debe tenerlos en cuenta; son obra de mis manos, de mi trabajo, de mi dedicación y sacrificio, luego no estoy en la misma situación que los que no tienen estos derechos adquiridos. No, para Dios nadie tiene derechos adquiridos. La salvación es gratuita, y no es alcanzable por nuestros méritos.

Todo es gracia: el amor de Dios absoluto y absolutamente gratuito manifestado en la cruz: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Dios se deja poseer fácilmente, no pide nada a cambio, y eso es lo que nos cuesta más, porque tenemos que dejar que Jesús transforme nuestros criterios: a este condenado la promesa del Paraíso no le viene como recompensa por sus buenas palabras, sino porque se deja llevar por la misericordia de Dios. San Isidoro de Sevilla escribe: “Perpetrar un crimen supone cierta muerte del alma; pero desesperar es bajar al infierno”.

Cuanto más pecadores somos y más perdidos estamos, más cualificados estamos para el Cielo y la Redención. No se trata de vernos con la maldición de nuestros pecados, sino de dejar las propias seguridades que nos dan nuestra propias buenas obras; los que están llenos de virtud se ahogan de rabia: estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso de día y del bochorno.

Los que habían sufrido las consecuencias del robo del ladrón contemplan muy contentos el castigo, y, de pronto, oyen a Jesús que le perdona y le regala el paraíso, y se ponen todavía peor porque oyen esto de uno que ha sido condenado por blasfemo, ¡el colmo!, ¡el paraíso para los bandidos! Buscamos seguridades y queremos también ganar la “otra vida”; somos de los que preferimos la seguridad de nuestros aljibes llenos de agua, nuestra agua abundante en casa, a esa lluvia que cae sobre justos e injustos.

Es extraordinario, sorprendente, inenarrable, escuchar que estar en el Paraíso es estar con este crucificado: estar con Jesús en el Paraíso y estar con este crucificado son la misma cosa.

El Paraíso es Jesús. Estamos contemplando, desde lo profundo, que es la Alegría misma la que está crucificada, que es el paraíso mismo el que carga con los pecados del mundo. Este misterio de encarnación y redención es una tragedia, pero para nosotros, que actualizamos esta palabra hoy, es la tragedia de la alegría y no de la desgracia: por pura gracia de Dios estáis salvados. El poder del pecado se ha agotado en ella.

Este es nuestro consuelo -el verbo griego que se utiliza es parakaleo, que significa literalmente llamar junto a sí; consolar, por tanto, quiere decir convocar. Este es el consuelo que me hace lo bastante fuerte para que yo pueda cargar con mi cruz.

San Pablo nos lo recuerda: “Nos consuela (ò parakalon hèmâs) en toda tribulación para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (2Cor 1,4).

En estos momentos de Covid-19 estamos llamados a llevar el consuelo gracias a su consuelo, y así también aquellos a los que nosotros consolamos son también convocados. No desesperamos, solamente decimos: “¡Sálvanos y se acabó!” No olvidemos, el paraíso se manifiesta aquí en un encuentro, en una relación de un yo y un Tú: Jesús acuérdate de mí… Hoy estarás conmigo en el Paraíso. “Tú y yo”, eso es lo que introduce en el cielo, pero a condición de que los demás sean convocados. El Paraíso no existe sin recuerdo del Señor, ni sin la preocupación por los criminales.

Este condenado nos presenta un rostro de pobre, de pobre que no tiene nada, y por esto ora. Un rostro para las culpas, para los que nos sentimos pecadores, para los atribulados, para los inseguros. Invocamos, pues, la misericordia de Dios y no la justicia humana. Confesión de miseria radical y completa ausencia de méritos. Dios manifiesta su poder y su omnipotencia en el perdón y la misericordia. Nadie puede dar más.