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Un país fallido - Antonio Calvo Orcal

La vejez debería ser en la vida un lugar de tranquilidad. Después del largo y trabajoso camino, cuando las fuerzas flaquean, nadie debería vivir inquieto por falta de cuidado. Sin embargo, en cuarenta años de democracia, apenas hemos sido capaces de poner en pie un servicio público de cuidados paliativos y de residencias para tres de cada diez necesitados. Nos hemos gastado el dinero en otros menesteres más urgentes: trocear y enfrentar con nacionalismos, multiplicar la ineficacia y el gasto con descentralización mal entendida, engordar sin fin la burocracia del estado, favorecer el partidismo político, el sindicalismo subvencionado y el empresariado mantenido.

Antes de construir el bien común y preocuparnos de los débiles ya estamos desmontando lo poco que habíamos puesto en pie. Nos apresuramos en legislar para bien morir, sin habernos preocupado del bien vivir. Nadie duda que es mucho más trabajoso y caro cuidar a quien ya no es productivo y necesita cuidados –todos, cuando llegamos a viejos- o de los que nunca lo han sido, ni podrán serlo –dependientes de cualquier tipo-, pero, en cómo se cuida a los débiles se muestra la grandeza de una familia, y también de una sociedad humana.

No acaban aquí los sobresaltos que tiene que padecer un viejo en este maltratado país. Llegar a viejo aquí no sólo te enfrenta con muchas posibilidades de acabar tus días en una residencia incapaz de sustituir a un hogar. Llegar a viejo requiere en muchas ocasiones tener que compartir la vida y el dinero para ayudar a caminar a hijos a los que se les ofrece un camino mucho más duro y desesperanzado que el que pudimos caminar nosotros.

Quienes hemos recibido el regalo de vivir más de sesenta años sentimos cada día crecer la inseguridad: en los cuidados, en el derecho, en la economía. Ni siquiera podemos sentirnos en casa en cualquier lugar de España. Sembradas ya las malas hierbas en la fragilidad de la democracia recién nacida y abonadas por todas las mayorías en el poder, en los últimos dieciséis años se ha ido levantando un muro interior mediante la propaganda y un muro social mediante la perversión de las leyes que ahora está dando su fruto. En esta sociedad enferma casi cuatro mil personas, la mayoría jóvenes, deciden acabar con su vida, no les vale la pena. Miles de mujeres denuncian falsamente a sus maridos al amparo de leyes que han puesto a los varones bajo sospecha permanente. Las que así actúan están tan mal educadas humanamente que ni siquiera caen en la cuenta del daño irreparable que causan a los niños con su maledicencia. Acusaciones falsas de malos tratos, o de abusos sexuales a los hijos, siempre hacen daño a los niños, aunque no hayan existido. ¿Cómo se puede ser justo con una ley injusta? Da miedo pensar en la cantidad de jueces, fiscales y abogados que no se han rebelado contra estas leyes que pervierten la ley, y que, al maltratar al padre, maltrata sin remedio a los hijos.

Ser viejo y padre en estos tiempos de abajamiento es vivir con el corazón encogido y el alma en vilo viendo al hijo varón, que se casó enamorado y se desvive por sus hijos, entrar y salir de los juzgados maltratado por una ley injusta y perseguido por una mujer desorientada, que no es capaz de ver que la mejor manera de amar a sus hijos es respetar a un padre que los ama entrañablemente, en vez de pretender hundirlo con falsedades amparado por esa ley aberrante y por quienes se hacen cómplices al usarla.

Ser viejo en este desgraciado país es tener que convivir con millones de personas que no saben perdonar, ni soportan a quienes no piensan como ellos. Ver que las terribles matanzas entre hermanos no han servido para la ternura y para comprender lo pobrehombres que somos y se empeñan en rehacerlas.

Llegar a viejo en esta España envilecida y cainita es llorar. No sólo por el dolor que produce tanta injusticia actual, sino por el desesperante futuro que vamos a dejar cuando nos toque descansar definitivamente de este desvarío.

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