Artículos

Le amo porque le mataron por amar – Carlos Díaz

Cuenta quien mucho vivió, el sociólogo Amando de Miguel la siguiente anécdota: “Durante el último decenio del franquismo, a pesar de la teórica apertura del régimen, menudearon los secuestros, cierres y multas de todo tipo de periódicos y revistas. Incluyo el diario Madrid (de Antonio Fontán y Rafael Calvo Serer), en el que yo colaboré con artículos, en el periodo 1967-70. Por cierto, en determinados momentos, mis artículos se publicaban los sábados, por la razón de que era ese día cuando Fraga solía ir de caza o a inaugurar paradores de turismo. De esa forma, era el momento en la que el ministro no podía ojear los periódicos. No es que los dedos se nos hicieran huéspedes. En la Memoria breve de una vida pública, para el periodo 1967-89, Fraga se muestra obsesionado con el diario Madrid. En 1969, Fraga me llamó a su despacho mussoliniano de ministro de Información y Turismo, alarmado por el tono de mis artículos en el Madrid. La conversación discurrió, más o menos, así, según mi recuerdo: “De Miguel, creo tener cierta autoridad sobre usted, así que le prohíbo escribir”. Le contesté con una cierta insolencia juvenil: “Don Manuel, reconozco su autoridad, pero usted me podrá prohibir publicar, pero no escribir”. La respuesta de mi profesor se alzó con voz de trueno: “De Miguel, coja usted, ahora mismo, esa puerta y lárguese”. Así pues, la represión no fue tan dura. Es un minúsculo incidente para sostener la tesis de que el régimen era autoritario, mas no totalitario”.

Yo veo la gran parte de razón que hay en esta escritura, pues a mi propio suegro le pasó algo parecido. Reunido, en efecto, con el aperturista Fraga en su sede del sindicato vertical frente al Paseo del Prado, el ministro, cabreado con el sesgo de la conversación, ni corto ni perezoso cortó él mismo el teléfono de su despacho porque le pasaron una llamada inoportuna. Razones, quizá, de su por el Imperio hacia Dios. Pese a todo, creo sin la menor duda que la represión fue infinitamente mucho más dura contra los militantes que, sin optar por el exilio, permanecieron fieles a la línea de los ejecutados en las cunetas durante la guerra, o contra quienes participábamos bajo cualquier título en organizaciones más populares; modestamente puedo decir que he sido el pequeño intelectual más censurado del franquismo, aunque sólo fuera por haber escrito un folleto cada mes en una editorial anti-régimen. Y esto por no hablar de las torturas, las cárceles, y las penas de muerte contra la clase trabajadora militante.

En todo caso, lo que anidó desde tiempos de Caín y Abel en la Proespaña, en la Antiespaña y en las dos Españas fue el odio irredentamento. Con razón o sin ella, he aquí como simple botón de muestra al respecto la descripción que de don Manuel Azaña hiciera Agustín de Foxá: “Azaña estaba pálido. Tenía una cara ancha, exangüe, con tres verrugas en el carrillo, y unos lentes redondos, bajo las cejas alzadas. Vestía de oscuro. Hablaba frío, despectivo, extenso. Construía la frase literariamente, salpicándola de cinismo, de ironía, de orgullo, porque quería epatar, desconcertar, herir. Era árido y de metáforas apagadas. Se veía la carga enorme de rencor y desilusión, que era su motor y su fuerza. Era un lírico del odio, un polemista de la venganza. Era el símbolo de los mediocres en la hora gloriosa de la revancha”. Esa violencia horizontal de los etáneos de todas las edades, no es de ayer ni es de mañana, sino del tiro en la nuca de la cepa hispana.

Claro que tampoco faltaron los mejores, y como modelo podemos citar a Víctor Hugo, rebelde y cristiano, que iniciaba así Los miserables: “Mientras, por culpa de las leyes y de las costumbres, exista una condena social que cree infiernos en plena civilización, mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo (la degradación del hombre en el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas) y, desde un punto de vista más amplio aún, mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, libros como éste podrían no ser inútiles”. Fue una esperanza autoderrotante, pues nunca se cumplió, a pesar de honradas gentes como Jiménez de Asúa: “Yo espero, y en la espera anhelo, que llegue una época en que el Derecho penal desaparezca, es decir, que se incorpore a una de las múltiples ramas de la medicina social, y así como está ya preterida la época en que se trataba a los dementes como a los reos, que se modifiquen las ideas sociales hasta el punto de que a los delincuentes se les corrija, se les enmiende o se les cure, de la misma manera que se educa al niño o se asiste al enfermo”1. Hombres, mujeres y niños de esa talla se han dado en todas las latitudes y así Tolstoi: “Vosotros no estaríais en prisión, si nosotros hubiéramos sido mejores nosotros”, lo que podría decirse más deícticamente a los peores: “Vosotros sí estaríais en la cárcel, en lugar de los inocentes que purgan por vosotros, si nosotros hubiésemos sido más valientes, es decir, mejores”. Atención también a Dostoyesky: “Para mí, el pueblo ruso, al llamar ‘desgraciados’ a los criminales quiere decir: ‘Vosotros habéis pecado y por ello sufrís, pero nosotros también somos pecadores. Si hubiéramos sido mejores nosotros, vosotros no estaríais en prisión. Con el castigo de vuestro delito lleváis también el fardo de la injusticia general’”. Ayer sin ir más lejos dicté yo mismo una videoconferencia para Aguascalientes (México) sobre la relación yo-tú-nosotros en el gran judío Martin Buber, que nos enseñó lo mismo, y que en Emmanuel Mounier se traduce así: “Más que egoísmo, es ignorancia el no saber que la primera experiencia del verdadero amor es que el amor multiplica el amor y que es preciso lanzarle, desparramarle alrededor de nosotros”2. También me sumaré siempre a esto de Albert Camus respecto del Cristo crucificado. “Le amo, porque le mataron por amar”.

1 Sainz Cantero, J-A: La ciencia del derecho penal y su evolución. Ed. Bosch, Barcelona, 1970, p. 166.

2 Mounier, E: Carta a Paulette Leclercq, 28/6/1933.

Share on Myspace