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Seré lo más sincero que pueda – Carlos Díaz

Cuando me creía ser más de lo que soy, pensaba que mis soliloquios estaban hechos del néctar de los dioses, pero según voy madurando comprendo que un soliloquio es una tontería ahorrada a los demás, de modo que a ver si un día de estos maduro del todo y dejo de escribir. Afortunadamente voy entendiendo poco a poco que los razonamientos son esas tazas, una de cuyas asas se puede agarrar por la derecha y la otra por la izquierda, sin necesidad de que la mano derecha o la izquierda tomen siempre obligadamente el mismo asa. Cuando yo era pequeño hablaba como un pequeño.

De todos modos, aún no llego a defender con Lutero que la razón humana sea la esposa del diablo, la puta cortesana, la hure Vernunft, si bien hay que reconocer que el sentimentalismo irracional es por su parte la diabetes del corazón. Conforme va pasando el tiempo crece mí la duda sobre si –o si no- las personas serias son aquellas que no se ríen porque no han comprendido el chiste, o lo han comprendido y por eso no se ríen, pero algo me ha ido enseñando la vida: que no puedo embotellar mis sentimientos y luego sentarme encima, porque saldría una tortilla de huevos rotos.

Por otra parte, a esta edad me parece que ya no estoy para demasiadas taquicardias, que son las luchas entre la razón y el corazón, pues todas las venas van a pasar por el corazón al que afluyen y del que efluyen. Sea como fuere, nadie debería caer en la tentación de no respirar para evitar la hiperventilación, pues la vida exige sístole y diástole, es decir, sentido del humor. Contra el insomnio y contra la existencial narcolepsia, nombre científico que se da a los dormilones, yo quisiera estar lo más despierto que se pueda, dentro de mis límites. ¿Mis límites? Mientras no me encuentre la Parca, en mí lo superfluo es muy necesario, y lo muy necesario superfluo, si bien sospecho que pourtant tu t’en iras un jour de moi, jeunesse; tu t’en iras, tenant l’Amour entre tes bras. Al menos, esto de morir en brazos del amor halaga mi gramática existencial, por mucho que la gran creadora de mi verdad sea mi mentira.

El camino de la verdad es el más tortuoso que conozco, ya que la verdad forma parte de mi error, y éste de aquélla. Yo no sé bien si he querido la verdad o la mentira a lo largo de mi vida, pues la verdad no es una antorcha que siempre haya brillado en mi vida, sino algo con lo que me ido quemando las barbas. De todo ese embrollo algo al menos tengo al final por verdadero, y es que no todo en mi ciencia es nesciencia, aunque las verdades más sencillas son aquellas a las que he llegado más tarde; además, la verdad resulta a menudo demasiado sencilla para que la encontremos quienes nos acostamos a soberbios.

A mí suele ocurrirme que cuanto más enfatizo tal o cual verdad, tanto más afónico de ella me quedo hacia afuera y tanto más triste por dentro, siendo una de mis tentaciones la de no creerme demasiado lo que digo para de este modo no descreerlo demasiado pronto. La verdad es modesta y ruborosa, razón por la cual las verdades de éxito me parecen amistades peligrosas, por mucho que hayan comenzado siendo verdades electivas.

La verdad es a menudo demasiado sencilla para darle crédito, pues hasta lo sencillo se vuelve complicado para quien no sabe, no quiere o no puede admitir que alguien pueda querer a alguien sin porqué, como la rosa de Angelus Silesius, o como la amistad que se fragua entre el Principito y el zorro. Mas, cuando hiperreflexiono sobre todo esto, me aparto de la vida, del amor, y de sus oscuras complejidades, nada apenas me queda. A veces las verdades más evidentes y crediticias son las más evanescentes, y eso al menos en mi caso prueba la distonía neurovegetativa entre lo esencial miope y lo hipermétrope reflexivo que también y bajo el mismo aspecto conviven en mí. A veces, gracias a Dios y a un cierto instinto biofílico innato, pese a tantos pesares, suena mi flauta por casualidad y soy feliz.

Nunca es tarde si la verdad es buena: nunca me iré sin tener entre mis brazos al menos el deseo de verdad. Sin embargo, estas promesas veritativas de futuro sólo alcanzan su real valor de verdad con la fecha debajo, ya que hasta entonces no carecen de caducidad: la verdad que se espera por la mañana puede morir por la tarde. Por lo menos siempre será verdad que también los relojes averiados dicen la verdad siquiera sea una vez cada veinticuatro horas.

En otras ocasiones, y después de darle la vuelta al mundo como nuevo Magallanes, siento que todos mis caminos han caído en Nowhere, en un sin dónde, en ninguna parte, en un río sin agua, Anhidros: entonces percibo resecado el cuerpo anhídrico y deshidratado de mi vida, y también la decepción de cuantos venían a mi oasis a tomar de él su agua salvadora. Esta infértil ausencia de vitalidad, esta anémica sequía de mi vida, es mi pecado.

Sea como fuere, al fin y al cabo el descubrimiento de la verdad es el único propósito de la filosofía, y esta verdad queda ratificada por el hecho de que yo, más amante de la verdad que el mismísimo Platón, sigo buscándola. Siendo como soy un aficionado a la verdad, por eso sigo en pos de ella, aunque le tenga miedo. Al fin y al cabo, si las personas somos misterio, ¿cómo no iba a serlo también la verdad verdadera sin mezcla de mácula alguna? Algo tiene, en fin, en común la verdad con la profecía: que siempre excita nuestra sensibilidad con verdades diferidas. Esta convicción la he vivido cada día, más o menos conscientemente, desde aquel instante en que comprendí que en la podredumbre de mi humus alienta también la verdad de lo que me sobrepasa y funda; de lo contrario, ni siquiera Podredumbre sería mi nombre. El nombre de mi verdad todavía diferida es Jesús, el amigo que me ama. Es el límite de mi escepticismo.

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