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NULLUM HOMINEM A ME ALIENUM PUTO (Unamuno) – Antonio Calvo

La neutralidad es imposible. Pero, tomar partido no quiere decir, de ninguna manera, que haya que integrarse en un partido. Hay opciones que debemos adoptar los seres humanos, por serlo y para poder serlo cabalmente. Nos va la vida en ellas. “Un hombre no alcanza su madurez hasta que no adopta fidelidades que valen más que su propia vida”, decía Mounier. ¿Qué fidelidades son éstas? La primera la opción por la verdad y, en concreto, por creer en la verdad del amor. Con la misma importancia la opción por hacer siempre y a todos todo el bien posible.

Estas opciones no son un proyecto político, pero, sin duda, te alejan de muchas de sus ofertas y no dejan que te enredes con los cantos de sirena. Las mayorías no hacen el esfuerzo necesario para distinguir las voces de los ecos y caen con desesperante facilidad y tozudez en simplezas maniqueas. Los míos son los buenos y los otros los malos. Es mucho más sencillo luchar contra un enemigo bien identificado. No son cobardes, muchos están dispuestos a grandes esfuerzos y sacrificios por esas ideas que sienten con pasión. Son miedosos y quizás, perezosos. Prefieren la seguridad de un fanatismo a vivir el riesgo de toparse con una verdad indomable.

Lamentablemente, estas perezas para la incesante y arriesgada búsqueda, ese tener que dejar la puerta de la duda insaciable permanentemente abierta, esa actitud de escucha de otras razones, de diálogo que no permite el reposo, es insoportable, es preferible la comodidad de un dogma, la seguridad de un fanatismo. Por eso, se instalan con tanta facilidad que ya no se notan, se respiran. En las creencias, como decía Ortega, vivimos.

Hay dos creencias que dividen a nuestras sociedades en dos bandos, o bandas, según como se comporten sus feligreses, irreconciliables. La existencia de uno sostiene la del otro y viceversa. Ambos, en reciprocidad, son chivos expiatorios el uno del otro. Y, habitualmente, se comportan como chivos, literalmente. Sólo saben embestirse. Sin embargo, se parecen mucho más de lo que son capaces de admitir. ¿Qué diferencia radical hay entre dos barbaries?

Capitalismo y Comunismo desprecian y pisotean por igual a la persona y su dignidad inalienable. Cuando se pisotea una de las dimensiones fundamentales del hombre, se le instrumentaliza degradándole a ser un medio, algo útil para conseguir los fines que se desee, se le pone precio como a un objeto cualquiera y no se respeta su valor, sea de manera burda o sutil, quien así actúa se deslegitima. Ninguna de las dos ideologías respeta la dignidad del hombre. Ni en nombre de la libertad, por otra parte ya degradada a individualismo, ni en nombre de una supuesta igualdad, desvinculadas ambas de la fraternidad, se puede utilizar a una persona, que siempre debe ser un fin en sí misma, si no queremos volver a la selva.

Quizás, el lugar de consenso de los que, con buena voluntad, creen que es posible llegar a acuerdos, que es menester ceder para convivir, que, alguna razón se puede conceder al otro, sea una democracia social. Perdón por la redundancia. En ella se ha llegado a repartir riqueza y posibilidades a la mayoría de quienes están bajo su protección poniendo en pie sociedades envidiadas y deseadas por quienes no las pueden disfrutar. En ellas se está bastante bien. Tanto, que la comodidad se ha convertido en un verdadero obstáculo para el camino de humanización, que siempre debe ser universal.

La socialdemocracia no puede ser otra cosa que un lugar de paso, no un cuarto de estar-bien, mientras haya alguien que no puede tener lo que necesita un hombre para que el respeto a su dignidad sea real.

El ser humano es una persona. Esta fe y esta opción requiere empeñarse en ser-bien, y para ser lo que se debe y se puede ser, a veces el bienestar es un impedimento. A nadie se le ocurriría no compartir el pan y el hogar, la propia vida, su poder y su tiempo, con sus hijos, padres y hermanos. Ahí está el problema, en que no hemos sido educados en la universalidad del amor, no nos sentimos de la misma familia. Pero, que estemos mal educados, no anula que sólo haya una familia, la humana.

Por otra parte, la condición humana tiene un camino trazado que no nos hemos inventado. Es necesario recordarlo una vez más. El ser de hombre sólo puede realizarlo y llevarlo a su infinita y única plenitud el amor. Es el amor que nos han dado el que nos hace ser, es el amor que sentimos el que nos impulsa a hacerlo nosotros, es el amor que hacemos el que nos hace humanos. El amor funciona en nuestra vida de tal manera que nos va llevando a comprender que debemos convertir todo nuestro poder en servicio, un servicio permanente, agradecido, a los demás, que son los indigentes que lo necesitan para ser. Y, ese amor en el que nos damos, viene al mismo tiempo de vuelta haciendo de nosotros una persona única, cabal, un verdadero milagro creador en el universo.

En la cultura capitalista, en la que todo tiene un precio de mercado, incluidas las personas, ser místico, haber comprendido y adoptado como forma de vida la clave de la realidad, es decir, vivir amando, es radicalmente revolucionario. Algunos místicos han sido capaces de expresar esa profunda y fundamental experiencia de la mejor manera posible, en un lenguaje poético sublime: “Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada. Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada”. 1Afirmar que la desposesión de uno mismo es la máxima posesión es escandaloso e incomprensible en la cultura del tener. Sin embargo, cualquiera que haya pensado en soledad y hondura cómo funciona el amor habrá comprendido que esa es la verdadera y única manera de unir el tener con el ser.

Siendo así la condición humana, sólo parece razonable creer en los testigos, en esas personas que no separan el dicho y el hecho, y que, cuando no lo hacen, porque nadie está libre de errores e imperfecciones, lo reconocen, se arrepienten y se empeñan en no volverlo a hacer, reparando el daño causado. Esas personas que han optado por la verdad del amor y no se dejan enredar en consensos en la injusticia, ni en cálculos de intereses. Aunque se queden solos. Son personas que nunca exigen a nadie más que a sí mismos. Que no se sienten mejores que nadie. Que combaten sin tregua y con firmeza el mal comportamiento y aman, sin concesiones, ni juicios morales a quienes hacen el mal. En su corazón no caben los enemigos porque hasta el peor de los hombres es su hermano. No conciben una vida plena si alguien pudiera perderse por el tortuoso y encrespado mar de la historia. Comprenden que la vida de un hombre debería ser para siempre y hacia la plenitud, porque eso es lo que comprende el amor. Comprenden, como Nietzsche, que el amor busca lo eterno, pero no pueden estar de acuerdo con él en cercenar la esperanza. No pueden considerar razonable, que experimentando el amor como la realidad creadora, de donde surge la confianza y en donde arraiga la esperanza, ante la ignorancia radical sobre el misterio de la existencia, al final, concedamos el poder a la muerte.

1 San Juan de la Cruz. Poesía completa. Edición de José Jiménez Lozano. Ámbito. Valladolid. 1994. Subida del monte, p. 105.

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