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Prólogo escatológico a un libro de igual signo - Carlos Díaz

Esta mañana vírica de noviembre he caído en la cuenta durante mi frugal desayuno de que nada define mejor mi actividad que la escatología. El sustantivo griego ésjaton nace en los primeros hospitales  helénicos, que eran poco más que lugares ruinosos a los cuales se trasladaba a los enfermos de mal pronóstico para ir estudiando sus reacciones. Los investigadores de la salud iban anotando sobre la pared las reacciones de los enfermos, y de ahí fueron surgiendo las primeras medicinas y los primeros médicos.

Aquella fantástica voluntad de saber, de investigar y de sanar, fue congregando a sectores profesionales muy variopintos. Hace 2.400 años los honorables Hipócrates, Andrómaco, Dioscórides o Galeno, terapeutas que observaban humores, flujos y disposiciones viscerales con una visión holística (mundo-hombre-trascendencia), crearon una medicina con la que otros elaboraban medicamentos (pastophoroslevites ymigmatopodes), otros recogían y estudiaban las plantas más simples (herbarii, rhizotomoi), otros fabricaban productos (techneiatriké), otros eran quiroprácticos diestros en la obra de la mano (kheirourgoi), otros esteticistas (balneatores, expertos en modelar bellas siluetas), especialistas en peluquería y en el corte de la barba (barbitonsores),  otros médicos de urgencia con sus diagnósticos relámpago para dolores agudos. Y con todo eso se fueron elaborando teorías para todos los gustos en el mundo romano, cristalizadas al fin en cinco posiciones básicas:

Amor sanat (todo se cura cuando el alma se cura). Sola natura sanat.  Solus tempus sanat, lo que sana no es la botica ni la rebotica, sino la propia capacidad de recuperación del cuerpo con la ayuda del bálsamo del tiempo, principio hipocrático tan optimista respecto de las posibilidades de la naturaleza como pesimista respecto de la capacidad de los fármacos Sola kirourgía sanat, no hay más medicina que sajar, agresión radical contra el agresor mal radical. Nihil sanat, a mayor ingesta de fármacos mayor indigestión, más hombre inodoro e insípido en lugar de menos homo indolorus.

También una metodología comenzó a abrirse paso entra las demás, a saber, el análisis de las heces y de los fluidos venéreos, los famosos humores, que con el curso del tiempo pasaron a ser asignatura de obligado curso entre los primeros estudiantes de medicina. Me gustaría llamar a esto escatología inferior.

Al principio esta actividad escatológica concitó también, pese a su interna pluralidad, parapsicólogos, teósofos, curanderos, espiritistas, radioestetas, numerólogos, alquimistas, grafólogos, nigromantes, tarotistas, kabalantes, armónicos, magos y artes mánticas (alveromancia, ocultomancia, quiromancia, alomancia, patomancia, batracomancia, etc).  No hará falta añadir mucho más sobre la fecundidad del estudio de lo desechado, convertido en piedra de arquitecto. A esta dedicación me gustaría llamarla escatología superior, ya que ponía en conexión la tierra y los espacios celestes.

“Aunque me esté mal decirlo”, como decía mi vecina Rufina antes de echarse una flor, echando la vista atrás creo que en toda mi vida no he hecho otra cosa que analizar lo desecho y lo desechado tratando de rehabilitarlo y glorificarlo una vez purificado. En esto, como en todo y con Tertuliano, no puedo dejar de ser anima naturalmente cristiana, tengo alma crística, al pie de la muerte y resurrección de mi divino maestro.  Aunque sé muy bien de quienes otro sentido de la pureza y no gozan como yo insertando el cielo en la tierra ni la tierra en el cielo.

Pues bien, este es el primero de mis libros que toma plena conciencia de ello, estas cosas pasan pero son maravillosas: redescubrir el nuevo sentido de todo aquello que siempre estuvo ahí ante uno sin que uno reparase en ello. A mí al menos me parece constituir de algún modo la esencia de las personas vivas, sobre todo si confiesan ser cristianas. El nombre de mi escatología todavía diferida es Jesús, el amigo que me ama. Él es el límite de mi escepticismo.

El título de este libro, tranquilícense mis lectores aprehensivos, es absolutamente metafórico, pues nadie va por ahí con su lechera en la mano cuando el maleducado gorrino amenaza con excrementar sobre ella para organizar una chocolatada, de modo que su soez “me cago en tu leche” resulta físicamente imposible. Aquella vez en que un chulito gritó “me cago en el sacristán de tu pueblo” comprendí inmediatamente que el tal sujeto no había visto al sacristán de marras, anteriormente luchador de sumo, un auténtico armario de dos metros que tenía que entrar de costado en la sacristía y sobre cuya montaña muscular resultaba imposible excrementar.

Es éste un tema, eso sí, bastante resbaloso, pues, si te abres demasiado de patas, puedes terminar cagando en donde no debías, amén de no atinar correctamente en la diana a la que iba dirigida tu artillería; igualmente, si disparas por elevación, pero excesivamente, tus excrementos pueden caerte encima, y otro tanto si no calculas un poco más lejos, porque entonces te ciscas de reflujo sobre ti mismo. Y eso por no recordar que muchas veces es el mismo diablo el que carga lo que descargas, con el diablo en el cuerpo no sólo cagas, sino que la cagas.

Con frecuencia, por otro  lado, los temperamentos depresivos suelen estar cagaditos de  miedo, lo que les impide cagar, en tanto que los optimistas atraviesan periodos de envalentonamiento tales,        que no saben cómo parar, diarrea que te arrea.  Hay que ser un auténtico especialista, la verdad sea dicha, pues la justicia consiste en embadurnar a cada uno lo suyo, ni un poco más, ni algo menos. Para aprender sin falencias hanbría que hacer un doctorado en alguna universidad que no sea la Camilo José de Cela, pese a ser dicho prócer especialista en la materia.

Por otra parte, hay cosas gratas que requieren poco esfuerzo, y otras ingratas que requieren mucho, por ejemplo, dejar el orificio de salida tan limpio como lo habíamos encontrado antes de su ejercitación, algo poco frecuente dada la tendencia  severamente desaconsejada por los filósofos estoicos a dejar huella, orín, arruga en la cama,  e incluso a cantar cara al sol, conforme al relato de Diógenes Laercio, famoso por la exactitud de sus enarraciones, que reproducían con fidelidad cuanto describía, al decir de sus discípulos. 

Sea como fuere, después de todo el día escribiendo desde el alba hasta el ocaso, pues hoy estoy en racha, entra en mis sobrecargados circuitos cerebrales la idea de que, por culpa de estas mis páginas, algunas personas conocidas se verán tentadas a no volver a dirigirme la palabra, y ello por no estar dispuestas a tolerar temática tan cacofónica y tan caquéctica como la elegida en estas páginas.

De todos modos hay libros, lo reconozco, que también da asco escribir al propio escritor, cuando la suciedad del mundo te llega hasta la garganta y, en vez de tragar sus miasmas, los esputa. Sin embargo, habiéndoseme confiado el carisma de cirujano de almas, tengo que operar de urgencia, aunque a estas alturas no haya siquiera almas que lo resistan. Como fuere, deseo proclamar pese a todo, y desde el inicio de estas páginas mi esperanza, fundada o infundada, y me agrada hacerlo en esta ocasión con Víctor Hugo: “Si no hay en el hombre algo más que la bestia, pronunciad estas palabras sin reír: derechos del hombre y del ciudadano, derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra. Todo esto produce el mismo sonido: reducir al hombre a las dimensiones del animal, disminuirlo de toda la estatura del alma que se le ha quitado, hacer de él una cosa como otra cualquiera. Todo ello suprime de golpe muchas declaraciones sobre la debilidad humana, sobre el espíritu humano, y convierte todo este montón de materia en una cosa manejable. La falsa autoridad de lo de abajo gana todo lo que pierde la autoridad de encima, es decir, la verdadera. Sin infinito no hay ideal, sin ideal no hay progreso, y sin progreso no hay movimiento, sino inmovilidad, quietismo, estancamiento. Esto es el orden, pero hay putrefacción en ese orden. Preguntad a la jaula qué piensa de las alas. Os responderá: el ala es la rebelión”.

Quien opte no sólo por la rebelión de las masas, sino también de la suya propia, adopte la rebelión de las alas. Quien no, arránquese una pluma de sus plumas como pájaro ponedor de huevos en un sitio y discurseador en otro, salga de su oscuro armario hipócrita, y disfrute de una vez su propia maledicencia devenida forma indecente de esencia, pues la quiebra de un ser humano no es nunca definitiva hasta que empieza a echar la culpa a los demás, punto de encuentro entonces entre la maledicencia y la indecencia.

Vivo convencido (quien no tiene convicciones no vive) de que cubrir de merecidos reproches a los indecentes no sólo es bueno para que ellos mismos reaccionen, maestro Unamuno, sino que además a uno mismo le activa la circulación. Al fin y al cabo, esto es mejor que escribir frases vengativas en los urinarios protegidos por biombos de chapa, a los que, en nombre de la impotencia, llamamos poder mientras la cagamos.

Estas páginas tienen en su parte primera voluntad defecatoria, las segundas intención descriptiva, y las finales urgencia de limpieza como no podía ser de otro modo: al fin y al cabo uno debe limpiarse después de amontonar desgracias. Por tanto, el primero es el estallido, el segundo el de la meseta, y el tercero el del desenlace inesperado.

Así que, con permiso, vamos de excursión con este libro que ahora nace, los cagamendioses, a ver qué nos encontramos, ojalá que nosotros no dejemos huella mientras eliminamos las basuras.

De momento, si alguien desea comprarlo, que me lo diga. Un abrazo.

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