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¿Vida agachada, o vida arrodillada? - Carlos Díaz

El punto de partida de nuestra vida, aunque parezca raro, es que nos duelen, y mucho, los que no tienen a nadie a quien doler. Y, porque la prueba del dolor sólo es el amor, y el amor pide hacer por el otro, el principio de identidad del yo es el sufrimiento del tú, razón por la cual quien sufre tiene prioridad para nosotros. Nuestra dignidad es la alteropatía, que se manifiesta entregando nuestro tiempo y nuestro dinero a quienes siempre padecen años de vacas flacas, plagas y catástrofes. No proclamamos nuestro compromiso con la rimbombante y narcisista “opción preferencial por los pobres”, pues ella sería un lujo en comparación con la no-opción de aquellos cuya única posibilidad es la permanecer en el sucio albañal. No quisiéramos olvidar que los pobres nos enriquecen humanamente, sin lo cual tampoco saldríamos del engreimiento característico de los redentores low cost. Los pobres de la tierra son nuestros maestros sencillamente porque sufren, no porque sean nuestros héroes.

Queremos jugar en otra liga, la nada espectacular ni reseñable del empoderamiento contrafáctico mediante la participación militante en el sufrimiento de los más desgraciados. Sabemos que el empoderamiento es cosa de los desempoderados mismos, algo –pese a sus dificultades- al alcance de las voluntades de aventura. Los arrastrados por sus propios pesos muertos ya no son capaces de desovar, sólo de devorar para mantenerse a flote. Lejos de lo cual, el nuestro quiere ser un planteamiento revolucionario, adjetivo que deseamos resignificar sin presunción ni creyéndonos almas bellas, sueño equívoco del cual sólo pueden sacarnos los desgraciados, los deshechos y los desechados con los cuales compartimos nuestro tiempo y nuestro dinero.

Queremos tocar el cuerpo de la impotencia, es decir, del poder usurpado por el poderío, que es el cuerpo del dolor de los sufrientes. Por lo mismo, nada deseamos escribir que no nos nazca de esa solidez con los oprimidos,  palabra que hace torcer el gesto a la burguesía especializada en escribir desde sin escribir con los explotados, en cuyo lugar lamen la mano del Estado salvador. Que el Estado indemnice, que el Estado pague, que el Estado nos lleve de excursión, loa a la mamandurria estatal, loor y gloria a ti, Mamá Estado, cada vez más endeudada, y sin embargo pasión de todos y horizonte de cualquier planteamiento felicitario. El Estado es Bienestar.

Pero ese hueso para otro perro. Nos causa rubor el comportamiento de la izquierdita doctorada y de sus pretensiones de constituirse en tanque de pensamiento a cambio de las prebendas, del prestigio y de los bombos mutuos, y eso por no hablar de los patrocinios ejercidos sobre ellos por parte de de Fundaciones que les financian, al final los Bancos. Ni rastro de “endebilitamiento” solidario por parte de las empoderadas señoritas  Popis y de los renqueantes que aún presumen de ser de izquierdas mientras monopolizan la prensa burguesa, e incluso mientras calientan los asientos en sus escaños parlamentarios y en sus periferias.

Malo sería que alentásemos lo mismo en nuestro propio corazón quienes decimos impugnar ese sistema de valores y de actitudes, algo por desgracia frecuente, cuyo éxito señala y denuncia nuestra propia complicidad. En semejantes circunstancias, ¿cómo alcanzar el grado de autocrítica justa, sin sumirnos en la impotencia por elevación de nuestra propia pureza exhibicionista? ¿Cómo aguijonear al pensamiento agachado, si no vivimos un pensamiento abajado y compasivo, cálido, revolucionario, aunque adjetivos como este último mueva a risa a los “realistas” y suscite el sarcasmo de los sindicatos apóstatas, las universidades estreñidas, y el silencio de los corderos sumisos? ¿Cómo enseñar a diferenciar entre una vida agachada ante el poder, y una vida arrodillada voluntariamente ante quienes sufren más?

El poder de la verdad no será sin el poder de esta humildad. Pero la humildad es una virtud. Entre las cosas que los personalistas comunitarios no entendemos se encuentra el desenganche de virtud y poder. No entendemos ese rechazo de la virtud, hábito operativo bueno y no una mala peste. Alguien tendrá que explicarnos por qué la opción por el vicio, hábito operativo malo; por qué la conversión (¿?) de los vicios privados en virtudes públicas, aunque ello sea por virtud de (por fuerza de) la espada, cual nuevos Robespierres. Existen prestidigitadores, censuraba Montesquieu, que lanzan al aire un niño, lo hacen pedazos con sus espadas, y lo dejan caer a tierra perfectamente reconstruido, como si nada hubiera pasado. Ese prestidigitador es el Estado de clase. Vivimos como si el capitalismo fuese capaz de recomponer cuanto descompone, de sanar a quienes enfermó.

Que en nosotros sea más fuerte el amor con aquellos que ni siquiera son sacados a orinar como perros. Nosotros, que no hemos nacido ayer, no manejamos la palabra amor como un embeleco del Corte Inglés, ni como un archiperre con el que no parar de hablar por videoconferencia. Necesitamos silencio profundo y activo, el de la potente humildad revolucionaria, porque el principio de identidad de la realidad personal es el tú que sufre, y quien sufre tiene prioridad. Política y cultura que no comiencen por ahí se complacerán en los eternos discursos de la razón dialógica sin pasar a la acción en el ordo amoris de la razón profética. Pues quien se mueve en el ordo amoris no puede hacerlo fuera del ordo doloris, del cual huyen como alma que lleva el diablo tantos y tantos en la medida en que aman tan poco, huída impracticable además, pues evitar el dolor del amor para echar la vida al gozo es quimérico, y además tampoco sabrá gozar quien sólo sepa gozar.

Aunque limitados y contingentes como somos, miserables a veces y condenadores de todo y de todos para nuestro propio ensalzamiento, seríamos aún más despreciables si despreciásemos. Poder sí, pero poder compartido, in solidum, y no como un rancho donde unos cuantos partidos practican la rapa das bestas. El único partido decente es aquel que trabaja en favor de un pueblo autogobernado y capaz de respetarse a sí mismo sin necesidad de circos. Pero los acostumbrados al olorcito del Estado de Bienestar han perdido su capacidad olfativa e ignoran que apestan a borregos.

Sin demonizar, a nosotros el Estado del Dinero nos huele a azufre, a diabólico (dia/ballo) por su capacidad para separar, frente al cual el poder decente es sinérgico, simbólico (sin/ballo). Cuando se reduce Política a Gobierno se demoniza el poder, ahora diabólico. Nosotros queremos ser fieles al poder simbólico de una democracia entendida y vivida como poder popular (demo/kratía). Conformarse con una democracia funcional clasista diabólica sería participar en la Noche de Walpurgis, y nosotros no hemos sido invitados a ella. Una democracia política que lo sea a costa de la democracia moral, es decir, basada en el poder popular, constituye una aberración a la que el pueblo se ha ido acostumbrando durante el tiempo mediante la sola emisión de su voto. Tal vez porque han sido muy pocos los que han intentado empoderarle compartiendo el propio poder, tiempo y dinero.

Constituye siempre una tentación definir cómo debería ser la persona poderosa y cuál la antropología política de la ciudadanía libre, igual y fraterna, cuya floración abre las mil flores del hombre político-moral. En cualquier caso, jamás se agradecerá suficientemente una polis enriquecida por ciudadanos (politikoi) bien formados y generosos, tan cuidadosos al menos de los derechos como de los deberes. En esa democracia virtuosa o ciudad ideal hacen falta maestros de virtud, no sólo profesores de ética cívica burguesa. Nosotros queremos ser maestros con nuestro saber, con nuestro querer, con nuestro poder, con nuestro esperar, con nuestro hacer y con nuestro agradecer. Gentes que aman lo que estudian para así mejor educar. Maestros, cultivadores cultivados ¿salen de esta sociedad? Pues por nosotros que no quede.

No queremos nada para nosotros, porque nos encanta que nuestro beso llegue a la entera humanidad y de este modo vivir también al amparo de la Oda a la alegría. Hacer un sitio a la verdad en nuestros corazones duros es lo propio de una razón cálida, alegre la mañana incluso cuando la consufre con los desgraciados.

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