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Colegio de San Bartolomé de Salamanca – Carlos Díaz

Rayando con la picaresca, en los centros universitarios medievales hacían su agosto sopistas y capigorrones, truhanes y menguadores, alquilones y sisadores, alcahuetas y soplonas, barraganas y acomodadores de lechos que acallaban ciertas necesidades de la población estudiantil. En los Carmina Burana, igual que en la poesía trovadoresca, aparece tipificado el estudiante de la Baja Edad media como jugador, pendenciero, amante del vino y de las mujeres, pedigüeño, mendicante y vagamundos, burlón y desacralizador, afecto a los lances de honor y a los desafíos. Esto se comprende mejor si tenemos en cuenta que en la universidad medieval no existía un sistema de evaluación periódica o anual de los cursos, ya que con la sola asistencia, puntualmente vigilada y anotada por los bedeles, se “cursaba” hasta el examen de grado de bachiller, maestro, licenciado, o doctor. No tan lejos de lo que hoy se estila, algo que certifico notarialmente después de tantos años de docencia.

Para escapar a ese ambiente de laxitud, los colegios mayores fueron una pieza clave, especialmente uno de los más antiguos, el Colegio de San Bartolomé de Salamanca fundado en 1401, que pasará a convertirse en el modelo del resto de los colegios universitarios medievales españoles. Esta fundación del arzobispo de Sevilla, Diego de Anaya, se proyectó en un principio para 15 colegiales “virtuosos y pobres” con diez becas para canonistas y cinco para teólogos, que fue ampliándose hasta contar en sus catálogos con personajes influyentes en la Iglesia y en el Estado ya desde el siglo XV, una verdadera élite del poder cuyos signos de identidad eran el hábito con la loba, el manto con el escudo, la esclavina, la beca y el birrete boloñés, además de las calzas blancas. El lema del fundador del Colegio era: Hombres pobres con talante de señores. Diego de Anaya puso la condición de que los candidatos a colegiales “sean pobres y oprimidos por el por el peso de la pobreza para llegar a ser varones excelentes”. Una pobreza llevada con dignidad, la pietas litterata, casi una prolongación de la helénica kalokagathía, es decir, del hombre kalós kai agathós, buen orador y buena persona, profundo y sabio, algo que no estaba a la altura de cualquiera, a tenor de confesiones como la que sigue: “Es gran lástima que los herejes digan la mentira tan bien dicha que se guste de oírla, y los oradores cristianos digan la verdad, que ni gusten de oírla, ni puedan entenderla, ni se les haga creíble, por el mal modo con que se dicen”. Esto afirmaba muy enfadado fray Agustín de Jesús María1, y esto lo repito yo gracias a que lo dijo él va ya para seiscientos años.

Cuando un apenas adolescente con pantalones bombachos como yo ingresó en dicho Colegio Mayor San Bartolomé, en donde permanecí de los años 1961 a 1963 para estudiar los primeros cursos de filosofía y letras procedente de Puertollano (Ciudad Real), un lugar de la Mancha del que el achulapado Ortega hubiera podido decir lo que dijo para caracterizar a Madrid, “un poblachón manchego”, todavía se exigía llevar en las solemnidades colegiales una chaqueta muy preciada, con un escudo muy llamativo, que mis padres a pesar de su gran sacrificio no pudieron comprarme y que en un par de ocasiones pude portar gracias al préstamo de un compañero. Todavía nos servían la mesa señoritas con cofia, uniforme blanco y negro, y bandejas de plata. El colegio no resultaba sin embargo tan caro porque contaba con una subvención económica especial en atención a ser el colegio mayor de España con mejores notas, y en verdad yo recuerdo con admiración a algunos colegiales de aquellos, tan señores y tan personajes con el fluir de los años. El Colegio ha desaparecido convertido en no sé qué cosa burocrática, como la mayoría de ellos, en todo caso limitados en la actualidad a su condición de pensiones.

Comprenderán, mis queridos lectores y lectoras, que no pueda evitar vivir hacia adelante sin echar la braza atrás para agavillar estos segmentos de mi vida, aunque sólo sea por haber vivido auténticas edades de oro ayer, en comparación con los tiempos que corren.

Y sobre todo me perdonarán ustedes si tengo mi asiento en el latín y en el griego, y si me desasosiego aún con la filosofía, pues al subir la escalera del Palacio de Anaya siento mi cuerpo flotar, especialmente cuando alcanzo la altura del primer rellano de la escalinata presidida por el busto de don Miguel de Unamuno, yo, Unamunior Unamuno, más Unamuno que Unamuno, y no sólo por dentro, sino también por fuera, dada la evidente similitud entre el perfil de don Miguel y el mío, como se me ha hecho notar en no pocas ocasiones. En aquel Palacio de Anaya fundado por la misma mano del arzobispo de Sevilla don Diego de Anaya que también fundara el Colegio Mayor San Bartolomé, iluminado en sus buhardillas por mi maestro san Marcelino Legido, en aquellas torres bermejas en que recibí las enseñanzas de Fernando Lázaro Carreter y de Miguel Artola, vivo a veces y glorifico a Dios por tanto don.

Y hasta me emociona como quizá no puedan imaginarse que ustedes me acompañen en mi permanente reminiscencia leyendo ahora este pequeño escrito, algo por lo cual les doy sinceramente las gracias, pues ¿a quién sin ustedes podría yo narrar tanta dicha?

1 Arte de orar evangélicamente. Cuenca, 1648, p. 6.

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