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Disidencias agradecidas – Carlos Díaz

Para mí, Irene Vallejo ha pasado a ser una auténtica maestra de hacer juncos con el dardo de la palabra, tanto que incluso cuando discrepo con algunas de sus posiciones le rindo homenaje sincero. Afirma ella, en efecto, que el lenguaje efímero (gestos, aire y ecos) constituyó una época de aladas palabras que el viento dispersaba, y que sólo la memoria podía retener, en contraposición con las palabras escritas. Defiende que conocemos las palabras aladas a través de sus contrarias las palabras inmóviles de la escritura, y que una vez escritas las narraciones pierden su fluidez, su elasticidad, la libertad de improvisación y, en muchos casos, su lenguaje característico.

Pues claro que no. La palabra, si realmente lo es, comunica alma con alma, no existen palabras aladas ni cojitrancas, crudas, fritas o cocidas, todas ellas se gestan en la cocina de las almas que tienen algo que decirse. Una palabra que se deposita en el congelador para crionizarse y apergaminarse a modo de libro o depósito puede ser aún por la comunicación interpersonal rescata del frío del olvido y retomada después de su deshielo entre los estallidos de una nueva primavera. Las palabras no son objetos, sino sujetos liberados de la presión normativa de los cánones por personas sensibles, delicadas, creativas, flechas lanzadas al infinito.

Yo no creo que oralidad y textualidad sean dos géneros diferentes. Ni la palabra pensada, ni la proferida, ni la escrita, ni la por escribir me parecen opuestas: tan agua es el agua en el estado sólido, como en el líquido, o como en el gaseoso, el agua gruesa como agua mansa. La rigidez solidificada de la escritura no es más que uno de sus estadios, de sus posibilidades, de sus modalidades, pero siempre momentáneamente y en tensión y tránsito hacia lo que aún no es. Quizá la palabra escriturada, a costa de haber perdido la fresca jovialidad de la hablada, gane en su remansamiento de madurez, pero ambas buscan renovarse, evaporarse para de nuevo refundirse, acrisolarse y después precipitarse con las lluvias de abril y el sol de mayo, entre renuevos verdes. La primera vez que desde tu ceguera tocas la rugosidad física de un libro te parece todavía un árbol que camina, pero luego, despejada la vista poco a poco y ganada claridad en tu campo perceptivo, se te antoja como un ciervo dirigiéndose a sus fuentes. Toda palabra es honor, palabra de honor.

Del mismo modo, los libros pensados y no publicados son libros enteros y verdaderos, y puede que hasta más cercanos al origen y al hontanar de la conciencia, que es el silencio, cuya voz hiere. La palabra, pues, siempre es un arte efímero por cuanto modificable, pero al propio tiempo eterno y esencial e inmutable, ya que su fondo permanece más allá de cualquiera de sus metamorfosis. Algunos hablan mejor de lo que escriben, o a la inversa, pero todos piensan, y ahí está la magia, pues cuando el pensamiento falla, su prolación pasa a ser una manifestación del caos. Escribir es más laborioso que hablar, hablar lleva menos tiempo, pero sólo en esto radica la diferencia básica con el oficio de escribir. Cuando oigo a un pico de oro soy arrastrado al fondo de su crisostomía, pero no me detengo en los gorgojos. Los gorgojos son los gargajos del pensamiento. Por eso cuando más me desagradan los gargajos es cuando salen de bocas hipócritas especializadas en la antífrasis, allí donde se pierde la sintaxis entre lo dicho y lo hecho. Esa hipocresía es el decir vacío, que me molesta infinitamente más cuando el decidor hipócrita soy yo mismo, hasta el punto avergonzarme no sólo de serlo, de ser un hipócrita, sino incluso de simplemente ser. El hipócrita tiene muerta la mitad de su ser, a diferencia del veraz, que está vivo en cualesquiera de sus manifestaciones, sólida, líquida, o gaseosa, al punto de sangrar por el libro que escribe. Sangrar un libro vivo no es la sangría, ese dejar libres y despejados los espacios laterales para que cabalgue airosa la grafía, sino todo lo contrario: su operación a corazón abierto, una fantástica gigantomaquia.

¿Se puede crear lingüísticamente sin recordar? Hablar sin recordar debería ser posible, e incluso podría llegar a ser fantástico, pero quien tiene que aprender a caminar sobre el espejo de la palabra después de un determinado quebranto cerebral grave queda obligado a pasar por una larga rehabilitación y un severo reaprendizaje. Más suerte tienen nuestros primos los primates, que agarran la brocha y, sin pensarlo dos veces y con la mente en blanco, se suben por las paredes a llenar de chafarrinones lo que les dictan sus instintos, algo que pese a todo puede ser considerado un cierto acto de reminiscencia (el mono tiende al árbol como la cabra al monte). Esto último no es propio de la persona cabal, aunque agarrar la pluma, convertirla en brocha gorda y ensuciar las paredes al modo de grafiteros descerebrados pueda en un momento determinado llegar a estar al alcance de cualquier cabreado, cuyo enfado puede llevarle a las cumbres más borrascosas, aunque allí no le salgan precisamente solemnes hexámetros épicos. Hasta aquí una reflexión sobre ajenas reflexiones1.

1 Vallejo, I: El infinito en un junco. Editorial Siruela, Madrid, 2020.

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