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De viernes a domingo – Carlos Díaz

Del viernes santo al domingo de resurrección celebra la liturgia cristiana la Semana Santa, es decir, la muerte y resurrección de Jesucristo. En tan sólo tres días (viernes de dolores, sábado santo y domingo de resurrección) se condensa el último tramo de la existencia del nombre inefable de Adonai, que en griego es Kyrios, en latín Dominus y en español Señor: “Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14,7-8). En setenta y dos horas la suprema contradicción que el hombre experimenta desde siempre —la contradicción entre la vida y la muerte— ya ha sido superada con la Resurrección. A partir de ese momento santo, la contradicción más radical no se da ya entre el vivir y el morir, sino entre el vivir para el Señor y el vivir para sí mismos. Vivir para sí mismos es el nuevo nombre de la muerte, vivir para el Señor es el nombre de la eternidad, un cambio de época radical: el fin de los siglos viejos y el comienzo del nuevo eón.

Sin necesidad de remontarse mucho más lejos, toda esa perspectiva se manifiesta aún, valga por caso, en el periódico de Peter Maurin Catholic Worker, fundado con Dorothy Day en 1933.y que aún sigue vivo (yo mismo he escrito en él), donde insistía en tener siempre en la casa una habitación para Cristo bajo el signo del: 1. Dar y no tomar; 2. Servir y no gobernar; 3. Ayudar y no aplastar; 4. Alimentar y no devorar; 5. Si es necesario, morir y no vivir; 6. Los Ideales y no los acuerdos.

Con el curso de los siglos este sentido escatológico radical fue languideciendo, y la expresión fin de siècle (fin de siglo), ya alejada de la Semana Santa, comenzó a utilizarse para designar la decadencia de la Belle Époque durante los últimos años del siglo diecinueve, en los cuales se perdió fuelle en favor de la resignación ante unos nuevos tiempos carentes de glamur; a la vida buena sucedía el temor a una vida peor, degradada, aburrida, casi tanto como el ciclo descendente del hinduismo.

Ya en nuestra época, con un giro radical, el neologismo finde apunta en el imaginario social de buena parte de la juventud hacia una recuperación de las setenta y dos horas, ese rápido y apocopado fin de semana en el cual resurgen las Bacanales romanas y la celebración de una vida que hay que disfrutar a tope antes de que todo concluya, como en la cena del rey Balthasar. Desesperación, rabia, y alegría fáustica nuestros findes son. No fin de siglo, ni fin último, ni fin de nada, sino intensificación y despilfarro del presente turbulento. O eso es al menos lo que a mí me parece, viejo como estoy, aunque pueda apoyarme en las muletas de Francis Bacon para justificar mi punto de vista: “El hombre cojo que sigue el camino correcto rebasa al corredor que ha tomado uno equivocado. Es evidente que cuando un hombre corre por el camino equivocado, cuanto más ágil y veloz sea, más lejos habrá de perderse”. En el nuevo panorama tres días parecen demasiado, por eso el lema es “a vivir, que son dos días”, Tal como van las cosas, no sé yo si el eslogan futuro no será “agarra tus veinticuatro horas, y corre”, pues hasta el mismísimo Unamuno traducía el lema clásico carpe diem por “a lo que estamos, tuerta”.

Sea como fuere, por incidir un poco sobre esto, los latinos pintaban calva a la muerte porque la muy desgraciada no se dejaba agarrar, ante al contrario, ella nos agarra en un santiamén, e incluso sin ningún amén santo. Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile, la doctrina es larga; la vida, breve; la ocasión, fugaz; la experiencia, insegura; el juicio, difícil... Pero la modernidad no parece estar para demasiados líos metafísicos y, en lugar de cargar con la cruz de la muerte a cuestas en el monte Calavera, cubre su cabeza con un sólido turbante antes de que llegue la herida y nadie se convierte en amoroso Cireneo.

Si antes se visitaban los “monumentos” de las iglesias católicas para hacer el recorrido conmemorativo propio de la Semana Santa, hoy corremos hacia las playas como almas que llevan los diablos para exorcizar los virus, aunque sea con mascarilla (no quiero ni imaginarme las caras que pondrán los pescaditos cuando nos vean a nosotros, los nuevos invasores, con unos tapabocas tan parecidos a las bocazas de los tiburones). Era yo adolescente y recuerdo todavía nítidamente como una de las peores impresiones de mi vida, casi en una imagen eidética, aquella cruz con estola bordasa en el escaparate de una agencia de viajes anunciando playas para pasar la Semana Santa. No sé si esto habrá ido mutando hasta formar parte del “paquete de disfrute” low cost de la muerte y resurrección de Jesús. Tanto mutan las cosas, que a estas alturas no sé bien cómo vamos a salir de esta “religiosidad moderna”, de esta gracia barata después de portar tantas horas al día la máscara en lugar de la cruz, quizá nos cambie la cara: cabeza braqui o mesaticefálica, ortognata o prognata… Ahora hasta los buenos hermanos cofrades de las procesiones, embutidos en sus negros sayales (que viene siendo el folclore residual de lo sagrado) tendrán que portar su cubre bocas debajo de las andas. Ni sé cómo van a poder andar, pero todo se andará.

Y voy a ir concluyendo, para no tardar más de tres días en este escrito. Les aseguro que de todos los bozales, máscaras, mascarillas, tapabocas o como se lo quiera llamar, el más asfixiante es el de la muerte sin resurrección. Cuando oigo a determinadas personas, también amigas mías, defender que nada es santo, que menos aún es santo el viernes, el sábado, o el domingo de resurrección, les pregunto si no les gustaría vivir siempre felices.

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