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¿Por qué estamos a la cabeza de la cola de Europa? - Carlos Díaz

Las nuevas legiones irrumpieron en la aldea de Astérix y Obélix como Pedro por su casa. Venían frescos y alegres, porque les iban a nombrar generales antes de ser probados en ninguna batalla. No sabían mucho, seamos sinceros, valga como ejemplo el de aquel profesor de francés, de nombre Román, todo un modelo en el ahorro de esfuerzo durante su propia licenciatura, pues, aprovechando los aprobados generales por aquello de la indignidad del examen, acostumbró a su vez a decir chaqueté y mangué a sus entusiasmados alumnos, que descubrieron que hablaban francés sin saber que lo hablaban. Aquellos penenes fueron pioneros, nobleza obliga a reconocerlo, en el arte del discernimiento lúdico.

A decir verdad, pobre de mí, yo ni fui enseñado ni enseñé en la ciencia del hedonismo, ni en el gozo de estudiar lo que quisiera aprender el alumnado, ni usé películas, ni diapositivas, ni deposité mis doctas nalgas on the table para mayor cercanía con nuestros maestros los alumnos. Todo eso y más cosas lo vi enseñar y practicar hasta saliéndose por las orejas a los maestros más jóvenes que comenzaban a llegar a enseñar en bachillerato para hacer sus primeros pinitos o pinines, como dicen todavía en la franja charra de la España menos desarrollada económicamente. Recuerdo perfectamente el rostro, el tono y el timbre de aquel docentito recién llegado como penene al madrileño Instituto Calderón de la Barca, que más ufano que Cagancho en Almagro me dijo a la cara y sin mascarilla: “A mí no hay quien me gane a perder el tiempo”. Hubiera debido decirle que a mí tampoco en el arte de aprovechar el tiempo, pero la respuesta hubiera sido demasiado fácil por mi parte, ¿cómo no iba a ganar el más rápido al más lento? Aunque nunca se sabe, por aquello de la carrera entre Aquiles y la tortuga…

En otra ocasión casi caigo en pasmo cuando, después de dos huelgas en favor de las cátedras sin oposiciones y tres puentes acuedúcticos, otro de aquellos compas comentó en voz alta (los penenes entonces sólo tenían voz pero gritaban mucho, y mucha mala leche, aunque no voto en el claustro) mesando su luenga barba rizada, que a modo de babera cervantina desembocaba sobre una chaqueta de pana conforme al inevitable uniforme progre de protesta: “Joder, otra vez clase”. El zoológico hedonista despertaba una vez más como siempre lo hizo: echándose a dormir. ¿Que el generalísimo Franco se ha levantado? Pues yo me voy a acostar. Estas cosas hoy me duelen, pero afortunadamente de tanto reír, lo mismo que a mi amigo de entonces, Luis Altable, que casi se muere de lo mismo cuando mi hijo Carlitos declaró solemnemente su primera voluntad, que espero no sea la última, de llegar a Sumo Pontífice.

A pesar de mis compañeritos, comencé a ejercer como catedrático de Instituto a los veinticinco años, más chulo que un ocho y sólo un poco mayor que mis pupilos, iba a decir un poco mayor que mis pupilas para estar a tono con la modernidad, pero eso resulta obviamente imposible, ya que mis pupilas y yo éramos y siempre hemos sido más coetáneos que Cástor y Polux. Pero no. No es que fuera yo un ogro ni cosas remotamente parecidas, pero mi alegría me la proporcionaban las gestas difíciles; yo, de piñón fijo, dale que te pego con Aristóteles, Kant, Hegel y cierra España a machamartillo. No importa si los tiempos han cambiado, si los perdedores hemos sido los estoicos, y los ganadores los epicúreos con su jardín de Pitufo, aunque como siempre un poco tarde.

Pero tampoco le fue bien al maestro émulo del barón de Münchhausen, que hizo un mal negocio tirándose de la coleta para salir del pozo de la autoayuda pedagógica en que había caído. Luego lo intentó con las orejas, pero nada, incluso peor, pues se quedó con una de ellas en la mano. Seguramente Robinsón en su isla no pudo cursar en regla un máster en desarrollo humano, aunque al parecer era tan manitas que hubiera podido construirse un potente ordenador con una caracola marina; en cualquier caso ahora, con esto de las telecomunicaciones nunca se sabe, pero alguien tuvo que explicarle cómo guarecerse bajo los palos de su sombrajo y cómo acumular la lluvia.

Claro que siempre hay excepciones, como la de aquel divertido amigo andaluz. Este prohombre, junto con otros cuatro o cinco loquitos que olían mi presencia cuando iba a Sevilla para dar alguna conferencia, llegaba puntualmente con su bastón rematado por una muy elegante cabeza de perro de plata (conforme a la costumbre de los antiguos filósofos cínicos), tomaba asiento, mesaba su barbón, y adoptaba la posición de “en su lugar descansen”. Terminada mi charla se levantaba pausadamente, alisaba su levita, que le llegaba hasta el suelo, acariciaba un bello lagarto, también de plata, que al parecer formaba parte de su torpe aliño indumentario, y decía con casi metálica de robot similar a la del Vizconde Demediado emergiendo de su babera: “Doctor su conferencia ha sido brillante como siempre, pero yo soy autodidacta y no sé por qué vengo a escucharle, ya que no aprendo nada”. Con la misma solemnidad tomaba de nuevo asiento, y así hasta mañana para lo mismo repetir mañana. Créanmelo, porque es verdad, y porque además no les miento si les digo que me muevo mejor en la realidad que en la imaginación, aunque a veces no.

Todo este exordio, que al contador de palabras vanas y de frases huecas le parecerá un desperdicio, lo traigo sin embargo a colación porque a mí me encanta aprender, aprender de donde sea o no sea, del eco de las bufadoras marinas, de los fuegos fatuos de los difuntos del cementerio de enfrente, de las escuelas y de sus secuelas, o de donde no haya. Es verdad que me obligan a hablar demasiado, y que nunca rechacé hasta hoy la invitación a disertar o desertar, pero disfruto mucho más cuando escucho y aprendo que cuando me pongo encima de una tarima a darle al plectro sonoro. Por eso aprovechaba las interminables peroratas de mi amigo Miguel (“el mundo”, por antífrasis respecto de su locuacidad) que era el rayo que no cesa. Al gran placer de escucharle –peón de albañil sabio- se añadía el de poder silenciar mi propia verbosidad. ¿Acaso no dijo Heráclito que la naturaleza nos ha dado dos oídos y solo una boca para que escuchemos al menos el doble de lo que hablamos? Siempre se aprende, aunque sea a desaprender y a salir del hastío de la polvareda trillada. Por eso siempre me he preguntado de dónde aprende el que aprende a enseñar, y cómo hace para mantener engrasados los ejes de su carreta.

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