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Con el farol encendido, a la luz del día, y buscando un hombre – Carlos Díaz

Pluralia tantum: la locura se dice en singular pero sólo tiene plural. La locura son las locuras de quienes la padecen. Todas y cada una de ellas participan de la pérdida de sentido de la realidad.

La locura no es la pérdida del sentido común, porque el sentido común, como dijeran Pascal, o Gracián, es el menos común de los sentidos, lisa y llanamente no existe, hay en el sentido común menos comunidad de sentido que diferencias. No hay sentido común (qué ridícula me suena hoy la “filosofía del sentido común” de Jaime Balmes), cada cual tiene el suyo, que es diferente al de los demás. No hay dos existencias iguales aunque se trate de gemelos univitelinos.

Ocurre lo mismo con lo que llaman El Sentido de la vida (escrito con letras mayúsculas): aunque de suyo pueda existir un Sentido mayúsculo, absoluto incluso, también su búsqueda es tan particular, que no hay dos personas que cuando dicen Dios digan lo mismo (Buber). Persona es perspectiva, método, exigencia (Mounier), sentido que se busca (Aristóteles lo llamó felicidad, lo que todos quieren), la realidad no es un todo mostrenco frente a nosotros.

En el demente1, en el demens, en el que ha convertido en problema su mens, su particular búsqueda de sentido es irreductible a la emprendida por las personas consideradas estadísticamente normales, cada uno va a su bola de forma distinta. Ya sea el loco furioso de Torcuato Tasso, o el loquito entrañable, ambos buscan dar sentido a su existencia, aunque producen en su entorno a la vez miedo y/o ternura: “Diré de Orlando en este mismo trino/ cosa no dicha nunca en prosa o rima,/ pues loco y en furor de amor devino/ hombre que antes gozó de sabia estima” (Orlando Furioso, 1,2, vv 1-4). Mi propio demente interior es universal (más me gusta aquí Carl Gustav Yung, que Sigmund Freud): cada loco con su tema, con su thauma, con su maravilla, con su sorpresa. Cuando la vida no da sorpresas, se acabó la vida. En fin, que, desde este punto de vista, lo mismo da decir loco que decir cuerdo; todos estamos cuerdilocos, de cuerdos y de locos todos tenemos un poco.

De lo que debería librarse la psicopatología bonachona es del efusivismo amoroso universal: sólo salva el amor, el amor es lo más fuerte, etc, lo cual puede ser verdad, pero no hace justicia al lado oscuro del amor, a su indisoluble, contraparte, que es el odio: no se puede amar la justicia sin luchar contra el daño que se encarna en esas personas injustas, que para mayor hipocresía dan lecciones de amor allá por donde quiera que pasan. Voy a decirlo de tal modo que suene a locura, pero con plena convicción: quien mucho ama, mucho odio contra el desorden establecido necesita para hacer posible el amor impedido. No digas esto en un confesionario ni en la plaza pública, porque te sacarán los ojos aquellos que dicen que aman tus ojos.

No puedo por menos de añadir a renglón seguido que es incorrecto definir la locura por la pérdida de voluntad, pues no es la voluntad, sino la persona entera, la que se echa a perder dada su condición holística, pues todo influye en todo: la memoria en la voluntad, la voluntad en la inteligencia, etc, todo es razón cálida. Por lo demás, la voluntad puede fallarle a cualquier cuerdo, como nos ocurre en la vida cotidiana a la mayoría de los mortales incluso en nuestras más pequeñas decisiones. Eso sí, las anorexias volitivas lo que manifiestan es una descoordinación de la personalidad entera reducida a pulsiones meramente desiderativas: el deseo sin voluntad.

 Así como la persona es relación, así también la locura es relacional. Un soldado no es ninguno, dos es uno, tres el mundo al revés. Un ciudadano sensato en un contexto patriótico etnomaniaco se vuelve etnomaniaco al menor descuido, como ocurre en los separatismos, por ejemplo el catalán, o el vasco: Madrid no entiende, solamente entienden quienes practican el diálogo del tiro en la nuca, y así de generación en generación, para siempre. ¡Paranoicos de todos los países, únanse! Esa locura se hereda. La configuración del yo por el nosotros grupal se da en las mejores familias. El más irredento sectario es irrecuperable para la salud mental.

También cada uno de nosotros individualmente manifestamos nuestra falta de cordura en un grupo de gentes sin cordura con la que congeniamos. Los comportamientos sectarios, obstinados, victimistas y victimadores, con esa tozudez particular irrebasable que les convierte en Contreras, son incapaces de convivencia, sectarios de sí mismos, ellos calientes y ríase la gente: el mundo por montera. Debajo de la montera un oscuro complejo mentefacturado a base de monterías y escopetas de caza. Raramente esta gente sabe, quiere saber, o puede saber salir de su habituada esclerosis psíquica. Ellos necesitan abolir toda sociedad para llevar alguna razón. Ellos no dan su brazo a torcer, porque antes prefieren quebrar todos los huesos del brazo ajeno. Ellos, no alguna vez sino por costumbre, convierten la defensa del yo en numantina defensa tras la empalizada, morir con las botas puestas.”Mi yo, mi yo, que me roban mi yo”. Y a la mierda el tú. Si esto no es una locura, venga Dios y lo vea. No hay secta peor que la compuesta por uno solo.

Aunque no seamos capaces de procesarlo, acostumbrados al yo sin el tú como lo estamos, la locura no es antepredicativa, no es del todo anterior a la relación; un personaje sin contacto con la realidad no tiene con quien medir la estatura de su propia salud o insanía mental, ella no debería predicarse de nadie hasta haber puesto todas las barbas a remojar. Yo sufro cuando tú sufres, yo sufro lo que tú sufres, yo sufro tu sufrimiento. Fuera de ahí no veo terapia compasiva capaz de ser ejercida dignamente.

No siempre existe una línea roja clara entre los buenos y los malos, los cuerdos y los dis/cordes, una pata tengo aquí y otra tengo en mi tejao, mira si por tu querer vivo bien espatarrao. A mí no me sale tan fácilmente llamarle loco a otro o a otra, porque además al hacerlo arrojo piedras sobre mi propio tejado.

De hecho, para entender a la persona enajenada lo primero que hay que preguntarle: “¿Cuándo empezaste a sentirte así?” ¿En qué circunstancias te sentías más perdido?” A mí, al menos, toda apertura de ese santuario me resulta fascinante, sagrado, por el cual me veo torpe incluso cuando trato de caminar de puntillas. Lo primero que siento es la necesidad de abrazar sin trampa, jamás de minimizar el sufrimiento del paciente (del que padece) a fin de que deposite el río de sus lágrimas en el océano de la desesperación sin ahogarse, aprendiendo conmigo a flotar.

Por lo demás, nadie puede narrarlo todo, el sufrimiento es un arte de espeleología que cuanto más bajas a la sima, más descubres la oscuridad, si bien vale más esa oscuridad que otras presuntas claridades que no pasan del deslumbramiento. El relato del sufrimiento es una puerta que abre a otra que abre a otra, kafkianamente. Podemos profundizar, pero jamás tocar fondo, sencillamente porque la realidad personal está siempre desfondada, enferma, no firme, amenazada de ruina. Sanar no es dar con el filón y extraer la mena, pues ganga y mena son el mismo filón. El ser humano no es el fundamento de su propia claridad. Quien desprecia la oscuridad no ama al ser humano, siempre inidéntico respecto de sí mismo. Quien deshollina, por lo demás, se llena de hollín, ayudar a sanar es enloquecer un poco. En mi primer contacto terapéutico prolongado con drogadictos en Venezuela, aprendí del doctor Otto Aristeguieta esa lección.

Las locuras incurables, sobre todo las que tienen una base somática, son terribles por el sufrimiento que generan en el afectado, pero –sin el menor ánimo de quitarle hierro al asunto- el sufrimiento del enajenado que está en un puro grito, que manifiesta una inquietud desesperada por salir de su odiosa situación, terrible, no es mayor que el del familiar o el amigo que le ve en esa situación y que se desespera por no poder evitarlo; en una palabra, en el acompañante amoroso se desata un insufrible sufrimiento proyectivo respecto al del paciente que ya no es consciente de lo que le está ocurriendo. Yo al menos percibo el sudor en sus manos, el rictus de sus labios, y su olor a muerte.

Mi propia transición de loco que sentía pavor a salir a la calle, a la de psicoterapeuta que siente alegría por abrir sus brazos a la penuria ajena, ha sido lenta y penosa, pero ha sido, lo que demuestra que se puede. Después de una muy larga procesión de psicólogos y de psiquiatras (uno de ellos premio nacional de teatro, Pablo Población) el último de ellos, Benito Peral, a quien tanto debo, me dijo u día: “qué difícil es llegar a sufrir como tú sufres”. Yo sufrí hace tiempo lo que no está escrito por mi locura relacional entre Dios yo, que sigue siéndolo pero ya de otro modo: me sobrepasa que yo pueda relacionarme con un Dios absoluto e invisible teniendo a la vista mi propio yo puposo y patoso, y acepto los psicoanálisis baratos o caros que puedan hacerse al respecto, y que mucho antes ya me hice yo.

Hoy sufro mucho también de la locura, relacionalmente por supuesto, pero ahora de carácter social, porque cada vez me cuesta más relacionarme con el nosotros social que defiende a capa y espada su chulesca normalidad compuesta por la vuelta al botellón, la droga, la terracita, y la sexualidad de rebaño. Aunque tengo la sana costumbre de preguntarme si el loco soy yo incluso en este coro de grillos, sin miedo a que resulte que sí que lo sea, creo que está totalmente irrecuperable para la salud mental quien propone una agenda España 2050 con la promesa de que ese país liderará a Europa para tal fecha. Y que, después de eso, nada.

Como dicen en México, ya no me pelan, no soy útil a la sociedad que no me necesita, a lo máximo la gente que me conoce –precisamente por la modalidad de mi locura- experimenta ante mí un doble sentimiento: miedo por mis rarezas reflexivas y mis posiciones existenciales, y fascinación por mi culta irreductibilidad. Después de que hablo, la gente se calla como pez impedido para hacerlo por culpa del anzuelo que le cose la boca. Afortunadamente, no me preocupa. Me parece que ambos sentimientos son los más fuertes en nuestra convivencia con las locuras: más de un noventa por ciento de la población “sana” rechaza por miedo dormir en la misma habitación que un desventurado emocional… ¡y que conste que no estoy pidiendo a nadie que se acueste conmigo!

Solo una cosa más para quien haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí: perdón. Ustedes perdonen, me dicen que no se debe escribir un artículo cada día porque aburre a los lectores, que si lo escribes no pases de una página, y que en todo escaso mejor no escribas. Y es verdad.

1 El amente no posee las condiciones físicas mínimas ad hoc: emitir sonidos, repetir taxias, mantener sus instintos

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