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Adviento – Carlos Díaz

I. Lo propio del ser humano es ir (diástole) y volver (sístole). La vida es cinética, irremediablemente móvil, y lo que no late está muerto. Toda existencia es intencional, es decir, va hacia y viene de. La vida es adventicia. Sólo las personas advienen-hacia; cualquier fe de toro sentado es arrogante, hay que buscarla humildemente, ir a ella si queremos que ella venga a nosotros. Todas las cosas llegan aleatoriamente porque carecen de finalidad. Cuando las cosas llegan, o es por casualidad, o movidas por alguna persona. Lo “algo” no adviene, sólo el “alguien”. A la persona enquistada no le resultará fácil ningún adviento; adviento es acontecimiento novatorio, abierto a la novedad. Por su carencia de ósmosis (endósmosis/exósmosis) morirá ahogado como el rey Midas en el oro de su propia coraza (coraza es todo aquello que carece de corazón). Hay que estar abiertos, aventura es adventura, oh dichosa aventura en una noche escura con ansias en amores inflamada.

Confundir la llegada de las personas con la llegada de las cosas significa poner al mismo nivel en la escala de valores ambas realidades, cosas y personas. Para saber quién adviene es necesario saber a quién le adviene, pues se acoge según quien se es, y eso implica también saber qué se quiere: ¿qué le pido yo al espíritu? Si pido materia, ¿cómo no habría de desasosegarme recibir mera materia? A veces, ni siquiera sabemos pedir. Ahora bien, quien no sabe pedir tampoco sabrá agradecer cuando lo recibido le es cónsono con su petición. Hay un tiempo para cada movimiento intencional.

Ante lo inesperado reaccionamos de modo distinto que respecto a lo esperado. Sea como fuere, lo que adviene lo agradecemos cuando resulta ser bueno, pero no antes de haber tenido experiencia de ello. Hay respuestas acogedoras y otras aversivas tanto para lo esperado como para lo no esperado. A veces llega lo contrario de lo que deseábamos, pero termina convirtiéndose en bueno; otras, llega con lo deseado lo temido. Sería necesario estar preparados para todo lo adveniente en este tercer milenio, pero eso resulta muy difícil y empeñoso, una nueva forma de ser, otra antropología.

Algunas gentes manifiestan deseos tan tornadizos como el siroco del desierto, después de cuyo soplo cambia todo el paisaje. Esas gentes son incapaces de un Deseo con mayúsculas en torno al cual articulen y organicen su vida con sentido. El viento que mueve a una veleta enloquecida no señala hacia ninguna dirección, y al señalar todas desorienta. El viento puede soplar con la misma intensidad y dirección, pero no así el funcionamiento de cada veleta.

Pero nosaltres al vent, la cara al vent, les mans al vent… No al viento enloquecido y enloquecedor de tramontana, sino al viento huracanado del espíritu, de la ruah, que nos desarraiga de las arenas para cultivarnos con raíces que nacidas de la tierra se elevan hasta el cielo.

En cuanto que seres relacionales, todo adviento es acontecimiento; de lo contrario, no pasaría de mera trivialidad casual. Todo acontecer es societario, sodalicio, eclesial, convocante, congregador incluso en su formato disgregador. Se articula con otras personas o contra ellas, influyendo mucho en las propias decisiones personales el sentir de los de los demás, y en los demás la propia.

Cuando por espíritu de adviento la sociedad entiende la cagada de una paloma, entonces tendremos poco más que un palomar. El advenimiento, helas, es entonces triste. Más triste aún si tenemos en cuenta que en todo ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio si en él adviene una forma de vida buena.

Es lo que nos falta, un viento nuevo. En efecto, para la persona vulgar el coito no es un co itum, un trayecto afectivo común, sino –sit venia verbo- un egoito onanista, y eso no sólo en la cama. En realidad, el Don Juan (o la doña Juana) superficial lo será siempre en todo, y no sólo en sus relaciones de pareja. Su inmadurez es la de un personaje triste y ansioso: omne animal post coitum triste. Al coito le sigue el hastío, y su pronta disolución; allí, cuanto más menos, y cuanto menos más. En las relaciones lábiles el se pudre pronto, algo que nunca se enseña ni en casa ni en los colegios, pues la educación sentimental ha sido devorada por la educación sexual.

Sin recorrido ni crecimiento conjunto de pareja, la avidez de lo inmediato ignora la espera; si quien espera hace, quien desesperara deshace. La inmediatez del desesperado es diabólica por su siempre decir no (stets verneinende) aunque parezca decir . El a lo superficial deshace el no profundo de la paciencia que abre futuro al pasado sobrepasado.

 

II. Con el Adviento cristiano comienza una nueva forma de liturgia. Como tantas otras palabras, lo que en griego era leiturgía, obra del pueblo, se convirtió al pasar al latín en liturgia, que significa servicio público, limando de este modo su forma creativa para devenir algo burocrático, funcionarial y elitista.

Lo que comenzó siendo una relación entre el pueblo y su Dios, era ahora filtrado y mediatizado por la tribu de Leví, clerical estatutariamente.

Y, como ocurre cuando las cosas pierden fuerza relacional, lo que fue en su origen culto a Dios porque a pesar de todo el pueblo infiel amaba a Dios, se transfiguró en culto a Dios “porque Él se lo merece”, como si el pueblo se reuniese para perfumar con el botafumeiro a su icono supremo que ni siquiera era icono, sino ídolo.

Al final, la Navidad se llenó de turrones y de dulces porque no quiso beber el cáliz que significaba el nacimiento o natividad del Hijo de Dios. Esto suponía una inversión radical y blasfema de la cristología originaria.

En efecto, el Adviento es el nacimiento de la cruz postpascual salvadora, no prepascual. Esperábamos, deseábamos acompañar oblativamente a Cristo en la cruz, que la cruz salvadora de Jesucristo adviniese en nuestras vidas. Queríamos (marana tha) advenir al Cristo adveniente, y no convertirlo en un elemento ornativo de diamantes o de oro fino colgando de nuestro pecho. No colgándolo de nuestro pecho, sino colgando nuestro pecho en su cuello. Sólo así se producía el Adventum, la Epifanía, la Parusía. Pues quien llega es el Señor.

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