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Señoras y señores – Carlos Díaz

En épocas pretéritas, comenzaba yo mis modestas conferencias con un Señoras y señores. Sobre todo en Alemania me encantaba echarle un poco de solemnidad al asunto: Meine sehr verehrten Damen und Herren, mis muy veneradas señoras y señores. Incluso en países latinoamericanos suelo empezar ocasionalmente mis pláticas con un Queridas damas y caballeros. Ahora bien, a la vista del cambio de paradigma en nuestros días, estoy inaugurando mis discursos con un Ni señoras ni señores, sino todo lo contrario, con la esperanza de que dos negaciones den como resultado una afirmación, con lo cual salvo al mismo mi cerviz de la voraz guillotina de género, según la cual ya no se sabe qué sea dicho género, si se pudiese no se podría conocer, y si se conociera sería incomunicable: fuera el sexo para mejor sexo.

Así pues, queridas señoras y señores, como ustedes saben mejor que yo, después de mucho debatir el colectivo LGBT necesitó romper el estrecho cerco de sus propios orígenes y, buscando ir más lejos, pasó a denominarse LGBT+ Pero, como el nuevo colectivo más plus quería abarcar más plus, ensanchar más plus el mojigato y estrecho cinturón de castidad, en los años 90 aparece la teoría queer iniciada por Judith Butler, según la cual el sexo es una construcción social, negando completamente el hecho del dimorfismo sexual. Un nuevo impulso del feminismo lo provoca el movimiento MeToo, enfrentado a la violencia padecida por las mujeres en pluralidad de contextos. Después de tanto ensanchamiento, ha terminado negando también el nombre de ideología de género que había defendido con tanto ardor. Ya veremos cuál es el nuevo ensanche, con su nueva emisión de lava volcánica más plus.

La teoría queer disuelve lo común y exalta el individualismo convirtiendo la libre elección de sexo en algo no sólo bueno, sino también justo, y por ende necesario. Semejante relativismo moral (¡como si un relativismo absoluto no fuese un totalitarismo absoluto!) convierte a la naturaleza sin reglas ni normas en una férrea dictadora Cada ser humano agota angelicalmente su especie y rompe el molde común más allá de cualquier rasgo identitario, siendo incluso la realidad un mero constructo social y por ello mismo de obligada redefinición los roles de género, especialmente el de la masculinidad contra las sociedades patriarcales.

Lo curioso es que las feministas defienden vehementemente la identidad de su inidentidad, es decir, que afirman negando, algo que me resulta de todo punto incomprensible cuando eso lo defiende quien más disgrega cuando niega cualquier identidad: nada por aquí, nada por allá, hale hop, he aquí la identidad de lo meta-identitario, pura teología negativa. El sexo es tanto y tan enorme su dimensión, que nada podría mensurarlo ni definirlo, una especie de priapismo olímpico. Y, como nadie está a la altura de la montaña revuelta de sexo, vamos siempre a parar a don Miguel: “No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral; esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita su superficie tan sólo, y a lo sumo revuelve el légamo del fondo y enturbia con fango el pozo. Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta. No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud”1.

En efecto, para la persona vulgar el coito no es un co itum, un trayecto afectivo común, sino –sit venia verbo- un egoito onanista, y eso no sólo en la cama revuelta del orangután o de la orangutana. En realidad, el Don Juan (o la doña Juana) superficial lo será siempre en todo, y no sólo en sus relaciones de pareja. Su inmadurez es la de un personaje triste y ansioso, omne animal post coitum triste. Al coito le sigue el hastío, y su pronta disolución; allí, cuanto más menos, y cuanto menos más. En las relaciones lábiles el se pudre pronto, algo que nunca se enseña ni en casa ni en los colegios, pues la educación sentimental ha sido devorada por la educación sexual.

Y así estamos, señoras y señores, o ni señoras ni señores. A los machistas impenitentes y encadenables a galeras de galeotes nos da igual que gobiernen ministros o ministras, podemitas o podemitos, mujercitas u hombrecitos, el papa Juan o la papisa Juana. Y todavía quedamos algunos, es verdad que muy viejecitos y pronto muertos, que seguimos luchando contra el Estado y sus gobiernos, no para cambiar el formato de las poltronas, ni el papel couché de las revistas que dicen ser de izquierdas. Este mujerismo “enfrenta las desigualdades entre hombres y mujeres en la sociedad”. Claro, faltaría más. Pero las mayores desigualdades se dan entre niños y niñas pijo y niños y niñas de la calle, pobres, desempleados, casta política y pueblo que ni siquiera puede pagar la luz eléctrica. Ellos ladran, nosotros cabalgamos.

De todos modos, tampoco hemos luchado demasiado los machos, así que no tanto flagelarse, como Miguel Mañara, “yo, ceniza y polvo, pecador desdichado, pues los más de mis malogrados días ofendí a la Majestad altísima de Dios mi Padre, cuya criatura y esclavo vil me confieso. Serví a Babilonia y al demonio su príncipe con mil abominaciones, soberbias, adulterios, juramentos, escándalos y latrocinios, cuyos pecados y maldades no tienen número, y sola la gran sabiduría de Dios puede numerarlos, y su infinita paciencia sufrirlos, y su infinita misericordia perdonarlos”. Nos falta un viento nuevo. Muchas gracias por su fina atención, señoras y señores de mi más alta consideración.

1 Unamuno, M: En torno al casticismo, UOC III, p. 288.

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